El cielo estaba gris. No me sorprendió. En casa siempre era así. Suaves nevadas que caían sobre el campo, y los cultivos que crecían apenas, y con dudas. Mi reflejo se proyectó en el cristal del último tren, de la Vieja Piedad. Mis cabellos negros, pegados a mi frente mugrienta. Mi rostro pálido por la falta de comida en los últimos días, y demacrado por la guerra. Mis ojeras oscuras, de noches en vela. La mirada vacía de alguien que se fue en la cúspide de su adolescencia, y que regresa como un adulto joven, rogando por jubilarse. Lo dudo.
Hoy, el cielo se despejó. Y la luz del sol tocó mi cara, como en raras ocasiones hace. Casi parece que Dios me pide perdón. En mi regazo yace mi diario de batalla. Garabateado con rostros que no volveré a ver, y otros que no debí ver. Coordenadas mal escritas, pensamientos que me dan asco, y secretos que prefiero quemar conmigo. Al igual que ella. Adorable e inocente. Despojada de su ternura a tierna edad por una guerrilla de lobos que no comían en semanas. Yo fui la guerrilla.
A mi lado, una mujer de negro se sentó. Hubiera deseado que fuese la Parca.
—¿De la Octava?
Habló de forma directa y sin rodeos.
—La Décima Cuarta. Estuve en Koha, con la 52 de blindados.— Respondí, como si de una charla casual se tratará.
—Ya veo... ¿De casualidad conociste a mi esposo? Se llama... Llamaba Bruno C. Horus.
Claro que lo conocía. No podría olvidar su rostro. Asentí sin muchas ganas de responder.
—Por favor... —Me tomó de las manos.— Dime algo de él... Lo que sea... Quiero saber qué le sucedió antes de morir...
Sus ojos se bañaron en lágrimas. Solo atiné a abrir el diario en una página rasgada de las esquinas. Señalé algunas entradas, y callé.
Regresé mi vista al paisaje. Ahora había nieve. Profundas capas de nieve que hacen difícil subsistir en este ambiente. Pero heme aquí. Compartiendo asiento con una mujer viuda.
Ella cerró el libro, y miró al vacío antes de dármelo. No dijo nada... Tampoco creo que hubiera algo que decir. La mujer se levantó de su asiento, y se alejó a la parte trasera, cambiando de vagón. No ocupaba saber qué la sorprendió. Después de todo, descubrir que la persona a la que más amas murió como un monstruo es terrible. Y más, cuando a tu lado está un monstruo...
La estación... Vieja y corroída, me dio la bienvenida, así como me dejó partir. Mis pies tocaron mis tierras amadas, nunca alcanzadas por el infierno, y bendecidas por el cielo. Alcé la vista. Decenas de madres y padres, mirando el vagón. Seguramente esperando a sus hijos que no lograron regresar. Solo yo. Roto. Con el brazo derecho enyesado, media cabeza vendada. Apoyado en un bastón que no era más que una pata de mesa. Con una mochila tres veces más chica que con la que partí. Y con la cara de un muerto en vida.
Quise llorar... Pero no pude.
Quise gritar... Y no pude.
Solo me dejé abrazar por mi madre... Por las decenas de ellas. Dándole la bienvenida al único niño que volvió a casa tras seguir al peor de los diablos.
El hombre...
Hace tanto que no cruzaba está puerta. Madera de roble, tallada con una calidad dudosa, y un marco que apenas se mantenía firmé, pero daba la confianza de todo hogar. Apenas crucé el marcó, recibí un ataque. Sus delgados brazos y figura juvenil, envolvieron mi agotado y herido cuerpo.
—Hermano... Bienvenido...— Su voz era agotada. Se notaba que apenas tenía fuerzas. Más delgada que una chica de 14 años, promedio, y bajita como siempre. Pero era ella... Sin dudas.
—Alisa...— La abrace con mi brazo bueno, besando su cabello.— Haz crecido bastante.—
Solo me sonrió. Me ayudó a llegar a la cama, donde por fin pude sentir la calidez de una cobija medio rota, y una cama tan incómoda, como acogedora. Si... Esto era un palacio. Comparado con las frías trincheras del frente, los sueños vibrantes por la artillería, los tanques, o las marchas, esto era un lujo que ni los mejores comandantes podrían darse.
Claro... Al ser la única cama, además de grande, la compartimos entre nosotros tres. Aún recuerdo que mamá dormía en medio de mi hermana y yo. Y claro, como el mayor, me tocaba la orilla junto al suelo. ¿Cuántas veces me habré caído por las noches?
—¿Cómo te sientes hijo? ¿Necesitas algo?— Miadre entro a la habitación, con un plato de sopa. No era más que un plato de agua hervida, con especial, y algún que otro trozo de algún tubérculo.
No dije nada. No quería romperme ante ellas. Quería parecer fuerte. Saque unas latas de salchichas. No eran más que una media docena. Dos frascos con sal, una bolsa de carne seca, y un licor muy barato. Pero sus ojos brillaron de felicidad. ¿Cómo culparlas? Hace años que no comen carne decente. La mayoría está cerca de podrirse, o son muy caras. Además de que, para conseguir carne, hay que hacer un viaje de dos días a la ciudad más cercana.
—Yo les traje c-comida. Son unas reservas que compre para el camino... Así que- qu- ah...— Se me acelero la respiración. Dejo caer el bolso al lado de la cama, limpiando mis lágrimas con el dorso de mi mano izquierda.— Perdón.. Quiero dormir. Tomen.
En sus manos, mi madre recibió la comida de calidad que traje. Mirándome de forma preocupada, y apenada por no poder hacer algo por mi. Con voz sería, pero con el amor de una madre, le ordenó a mi hermana dejarme sólo. Se lo agradecí.
Apenas salieron, me recosté sobre la cama, sintiendo el peso entero de mi cuerpo. Las consecuencias. Los diablos que apuñalaban mi pecho.
Me odio...
—... Que cruel es este mundo...— Observó el techo, apretando los dientes, y enterrando mis uñas en mis palmas con forme más cerraba los puños.