Hijos De La Desgracia: El Camino De Celestino.

Capitulo 2: El Regreso Triunfal de Octavio

30 De Junio, Año 184 Desde la fundación del Bastión Verdegrana. 

Año 84 desde la fundación del Reino De Khirintorin. 

(Amanecer)

Fausto

En aquel trigésimo día de junio, cuando el verano ya declinaba en los dominios de Khirintorin, se había reservado una jornada especial para el rey Fausto. Con notable madrugar, mucho antes de que el gallo anunciara el albor del día, el monarca despertó. Abrió sus ojos celestes, de mirar hondo y lindes plegados, y se acomodó en el lado derecho de su cómoda lecho, reposando sus pies fornidos sobre la cálida madera.

Siempre era clemente el calor en el Bastión Verdegrana, ya fuera en estío o en el crudo invierno, gracias a las numerosas chimeneas que, en su mayoría, ardían sin tregua. En este vasto alcázar, se contaban cerca de treinta fogatas, sus chimeneas coronadas por caperuzas diversas, como si el propio bastión exhalara su aliento en forma de humo al mundo exterior, como un fumador en los fríos tiempos invernales. En verano, su luz se encendía principalmente por necesidad de iluminación, pues el sol, como un horno divino, calentaba las piedras del castillo.

Mandó disponer un cálido baño perfumado para sus ancianos, pero aún robustos huesos, encargó con solicitud una túnica escarlata, aquella adornada con brocados dorados que solo ataviaba en las ocasiones más solemnes. Sus altas botas de cuero negro también fueron pulidas con esmero, mientras sus tres habituales anillos, engalanados con un topacio, un diamante y una amatista como gemas, recibieron un mimo especial. Debajo de la túnica, una hermosa camisa de lino blanco se dispuso para cubrir su venerable figura. Y, por supuesto, no se olvidó de otorgar lustre a su noble corona.

Sentíase más envejecido, consciente de la pesada carga del tiempo que había acumulado, se hallaba en su sexagésimo cuarto año de vida. Había perdido la espléndida figura que antaño le caracterizara; aunque aún imponía con su estatura y presencia, sus vigorosos músculos que una vez bulleron de ferocidad ya no ostentaban su antiguo esplendor. Había adquirido una prominente barriga, fruto de los numerosos banquetes que había disfrutado desde su ascenso al trono. Sus cabellos carmesíes y barba habían ido desvaneciéndose hasta teñirse de un gris ceniciento, y su cuidado personal había decaído notablemente. La barba, en particular, se extendía más allá de su pecho, y su exuberante bigote cosquilleaba sus fosas nasales. En su mente, el título de Fausto "El Poderoso" ya no se ajustaba a su persona, y lo sabía con certeza.

En los años recientes, muchos avatares habían atravesado su senda, mucho antes del ocaso de Charles, a quien siempre había augurado una vida espléndida después de que este lo rescatara. El peso de la culpa reposaba sobre sus hombros, pues, no solo como monarca sino también como un alma afín y leal amigo, tenía la responsabilidad de garantizar la seguridad de su compañero. No solo porque fuese su amigo y salvador, sino también porque Charles era un súbdito de su reino. El derroche imprudente de los tesoros del reino en la capital, a expensas de la defensa de los ducados circundantes, era un error que le punzaba el corazón, un yerro que le atormentaba cada amanecer.

Por eso, se encontró en gran deuda cuando recibió las nuevas de su desenlace, y sintió aún mayor inquietud cuando Augusto le comunicó que los centauros habían alcanzado a él y a los vástagos de Charles en su huida. Más angustia aún le asaltó cuando supo que Lucia, la hija, había caído en manos de esas bestias, defendida solamente por un peón llamado Amadeo. Esta situación lo llenó de pesar, una pesadumbre que encontró alivio cuando divisó a Celestino, llegando con vida, quien era el vivo retrato de Charles y que acaparó completamente su atención.

No solo por portar consigo el fruto del mismísimo Strennus, una manzana dorada que sostenía con inocencia y asombro, sin la menor noción de su grandiosidad, sino también por la energía que emanaba el infante. Era un ser benévolo, con una aura serena que auguraba grandeza. Por ello, al adoptarlo, no lo consideró únicamente como una forma de enmendar el error tras la muerte de su amigo, ni tampoco como una compasión hacia un niño desamparado. Verdaderamente anhelaba verlo crecer y descubrir hacia qué destino lo llevaría. Estaba ansioso por desvelar el misterio que encerraba su presencia y su promisoria aura.

Y en el devenir de aquellos cuatro años, durante los cuales el jovencito moró bajo su techo, Fausto no podía menos que experimentar un incipiente orgullo y regocijo al contemplarlo. Aunque desagradaba sobremanera que el muchacho hubiera solicitado ser instruido en el arte de la guerra, comprendía que sus palabras no hallarían eco en un corazón tan resuelto. Sin embargo, esta petición no alteró la naturaleza de su vínculo ni el carácter de Celestino. Desde el alba, se levantaba con devoción, se nutría de manera adecuada y se entregaba con profundo compromiso a su entrenamiento, ejecutando sus tareas de manera sobresaliente.

No se limitaba a ello su encanto a ojos de Fausto, pues el hecho de ser discípulo del mismísimo Comandante Laureano, el guerrero más afamado en la memoria del reino, no lo desviaba de su senda. Brindaba saludos corteses a cada siervo y doncella, acompañando sus palabras con una sonrisa y el uso de sus nombres. Agradecía con gratitud cuando la comida se le servía y trataba a las damas con la deferencia debida, manteniendo una genuina cortesía en sus interacciones con cuantos cruzaban su camino. No obstante, no se detenía en estas cualidades solamente, pues dedicaba horas preciosas a instruirse en otras artes, otorgando a su personalidad un matiz de fascinación que no escapaba al juicio de Fausto. Esto le provocaba una cierta desazón, pues consideraba que alguien destinado a ser tan ilustre, malgastaría su potencial blandiendo una espada.




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