30 De Junio, Año 184 (Desde la fundación del Bastion Verdegrana) (Atardecer)
Año 84 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
Celestino
El ala poniente de la urbe se desplegó ante sus ojos, pero ningún atisbo extraño se manifestaba en su seno. La placidez y la armonía del entorno perduraban, inmutable como en casi cada jornada. Celestino continuó su paso acompasado al lado del soldado, cuyo nombre no solicitó, mientras las calzadas empedradas se desenrollaban ante él. Sorteaba con maestría a los transeúntes, evitando todo choque que pudiera perturbar su andar o causar pesar ajeno. Fue en el corazón mismo de la urbe cuando el soldado, al fin, se dignó a romper el silencio.
-La inquietud mora en los poblados recientes, allende los muros-expresó con voz grave, y sus pensamientos volvieron a centrarse en el sendero que se abría ante ellos.
Los poblados que yacían más allá de los altos muros, novedosos y de singular atractivo, así eran, sin duda. Rememoraba Celestino con nitidez aquel día de su llegada a la metrópolis, en la caravana del conde Fulgencio, acompañado del propio señor y su fiel camarada Augusto (quien también oficiaba de tutor), hace ya dos anillos del sol. A aquel tiempo remoto le pertenecía la verdad de que fuera de las robustas murallas no había asentamiento alguno, ningún poblado se extendía. No obstante, los estragos de la contienda en el norte y el éxodo de gentes oriundas de los ducados que se hallaban más próximos a los campos en pugna, motivaron al monarca y a los ilustres Duques regentes, ancianos dignos y sabios (se suponía), a invertir en la edificación de nuevos núcleos habitados a lo largo de las extensiones que flanqueaban los muros alzados. Era, pues, imprescindible para la causa que aquellas almas no fuesen compelidas a persistir su morada donde no latía su deseo.
Al completar su travesía por el corazón de la metrópoli, suplicaron por la apertura de las monumentales y inquebrantables puertas de salida, y así fue concedido. Emergieron de la urbe en virtud de su solicitud. El camino principal que les había conducido a la gloriosa Victoria Occasum permanecía inmaculado, sagrado de cualquier profano contacto, pero a sendos costados, a la distancia de veinte brazas desde las portentosas puertas, se extendían dos majestuosos y opulentos caseríos como joyas engastadas en la tierra misma, se alzaban con una gracia innegable y un esplendor que rivalizaba con el propio sol.
Sus muros, erigidos con ladrillos tallados con esmero y ensamblados por manos maestras, habían aprisionado la esencia solar en un afectuoso abrazo. Sobre estas viviendas pétreas, los tejados de pizarra se extendían como alas protectoras. Las losas, oscuras como nubes de tormenta, contrastaban vivamente con los muros en un ballet de luces y sombras, un eterno vaivén que mutaba con cada estación del día. Bajo la lluvia, las losas engalanábanse como espejos acuosos, reflejando firmamento y astros con una fidelidad que parecía trascender la misma realidad. Las ventanas, reluciendo gracias a vidrios tintados de un azul melancólico, tamizaban el sol de una manera encantadora. A través de los cristales coloreados, los rayos dorados metamorfoseábanse en suspiros de luminiscencia celeste, los cuales ondulaban por el interior de los recintos. Las puertas, robustas y sólidas, concebidas en madera de abedul, seleccionada con esmero por su resistencia y su encanto inherente. Carecían de ornamentaciones ostentosas o detalles intrincados, mas ostentaban una presencia dominante, pulimentada hasta deslumbrar bajo la caricia lumínica. En el centro de cada portón, como emblema de linaje, exhibíase el estigma de un león dorado, un humilde añadido que anunciaba a los recién llegados, bajo cuya bendición y amparo podían habitar tales moradas.
Las calzadas empedradas, pulidas por el perpetuo trajín de pies y ruedas, constituyían un tapiz que testimoniaba el susurro del día a día.
Los infantes recreábanse en las arterias de adoquines con la energía inagotable de la juventud, sus risas reverberaban en el aire como cascabeles tintineantes. Sus juegos, una danza sincopada de risueños movimientos, armonizábanse con los fragancias emanadas por las delicias de los puestos mercantiles que engalanaban la plaza central. Un mosaico cromático y una sinfonía de aromas erigíanse en un bullicioso mercado, en el que los mercaderes exponían sus tesoros en armonioso arreglo sobre lienzos y tablas de madera rústica.
Unidos en su confluencia, los dos caseríos forjaban la esencia del poblado, y las moradas, en su suma, ascendían a un total no inferior a quinientas; quizá más numerosas aún de no mediar un decreto dictado por el mismo soberano, quien con firmeza proclamó: "La demarcación de las tierras es lo suficientemente amplia; no menoscaben las perspectivas tras los muros erigiendo casas sin ton ni son, como si fueran bienes sin medida".
Celestino y el guerrero avanzaron en su travesía hacia el caserío oriental, siguiendo la senda principal que se adentraba en los dominios. Fue en el mismo epicentro de esta ruta que el defensor de la milicia finalmente rompió el silencio, dejando que sus palabras resonaran:
-Sucedió hace apenas una hora, cuando un forastero emergió por el sendero, un manto excesivamente enigmático lo envolvía, como si el deseo de ocultarse fuera su propósito último. Ante tal desconcierto, la comunidad clamó por ayuda, y así fue que intervenimos. A pesar de nuestros intentos por entablar comunicación, sus labios permanecieron mudos, y se rehusó a retirar el manto marrón que velaba su semblante. La necesidad de medidas más enérgicas nos obligó a utilizar la fuerza, y luego de incontables intentos, logramos liberarle de su abrigo, ocasionando su caída brusca al suelo. Fue entonces... -el guerrero se interrumpió, su mirada ensombrecida, como si reviviera aquel episodio con pavor.