Hijos De La Desgracia: El Camino De Celestino.

Capitulo 5: Escoltando La Carreta.

7 De Julio, Año 184 Desde la fundación del Bastión Verdegrana. 

Año 84 desde la fundación del Reino De Khirintorin. 

(Plena mañana)

Celestino

El día despertó envuelto en un velo plomizo, como un suspiro melancólico que se alzaba desde los confines del horizonte. El estío, con su regio esplendor, había claudicado ante la inevitable danza del tiempo, cediendo paso a la majestuosidad silente del otoño. Cuatro meses de ardor incandescente se desvanecieron como sueños efímeros, y en su estela emergió el alba del cambio, un preludio de las estaciones venideras.

La temperatura, cual artista caprichoso, había pintado los termómetros con tonos más fríos. La brisa besaba las mejillas con su aliento fresco, invitando a acurrucarse en abrigos y bufandas.  Era un abrazo de mantos lo que anhelaban los moradores de aquel rincón del mundo, un arrullo de tejidos que los resguardara de la frescura inminente. Pero, en vez de ese manto blanco que en inviernos pasados había adornado la tierra, ahora eran hojas doradas y ocres las que alfombraban las sendas y callejuelas.

Celestino, Augusto y Fulgencio montaban sus corceles, al borde del poblado extramural, acompañados de seis guerreros montados, fieles milicianos de igual monta. El alba había llamado a Celestino desde las gélidas sombras, y descendiendo del segundo aposento de la posada, halló a su gran amigo y tutor, Augusto, en la mesa central de la gran estancia. Allí dialogaba con el comandante Laureano, cuyo semblante sonreía al verle retornar. Augusto había peregrinado por un par de lunas hasta los confines del ducado de Hollensthal, en procura de alivio a las dolencias añejas que el devenir de la edad había forjado en sus huesos. Temerosos estaban de que el renuevo de sus fuerzas llevase tiempo, mas asombroso era, pues allí estaba, recio y lozano. Su letargo no cedió, pero ahora resplandecía con dinamismo y robustez. Su barba, tan blanca como el jazmín de invierno, que en tiempos pasados ondeaba salvaje y desaliñada, ahora presentaba mesura y pulcritud, mas seguía siendo el Augusto conocido de siempre.

-Un deleite es reencontrarnos, buen Augusto-mencionó Fulgencio, orlado por el trote de su corcel en anillos concéntricos que envolvían a los amigos y a los guerreros- Celestino y yo ya comenzábamos a sentir tu ausencia.

-Mas no pareciera que tu presencia fuese muy notable, Fulgencio-replicó Celestino con risa en sus labios-desde que los nobles Duques y Barones de los catorce ducados meridionales hallaron asiento en estas latitudes, apenas se te atisba; la labor te consume.

-Pensé que asumir el rol de consejero real implicaría una promoción-articuló Augusto con pausada voz-pero a juzgar por los acontecimientos, estás aún más envuelto en asuntos que cuando ostentabas el título de conde.

-La labor gobierna cada rincón de esta existencia, compañeros-respondió Fulgencio, su mano reposando en su barba de tono castaño, observando cómo sus mejillas ya no resaltaban tanto a causa de las extensas jornadas laboriosas-Así que, por tanto, instantes como el presente adquieren un precio, aunque estemos inmersos en un cometido. A propósito, ¿podrían indicarme en qué yace la esencia de nuestra encomienda?

-Es menester que escoltemos la carreta hasta el próximo dominio, Bellavalis su nombre, donde el tesoro de dicha caravana será distribuido entre los labradores, al objeto de proseguir con el engorde del ganado requerido-ilustró Celestino-Pues se precisa un exceso de cuero, a fin de suplir a los habitantes del norte, que han buscado refugio hacia el sur. Originalmente, este cometido yacía sobre mis hombros y los de estos seis guerreros aquí presentes. No obstante, vosotros, movidos por un deseo de compañía, elegisteis acompañarme en esta empresa.

-Sin duda, joven, iba a seguir tus pasos-respondió Augusto, su voz resonando en un tono añejo-Hace cuatro años, fui yo quien te condujo a este lugar. Si bien ahora eres discípulo del comandante, para mí aún persistes como el mismo Celestino de antaño, aquel que solía correr por los campos que arropaban el viñedo de tu padre-evocó el canoso Augusto, sus pensamientos retrocediendo en la corriente del tiempo.

-No te apropies por entero del mérito, Augusto-replicó Fulgencio, con una simulada molestia-Fue mi carreta y mis corceles los que nos trajeron hasta aquí.

Empero, la conversación fue abruptamente suspendida, pues desde las rúas de la urbe oriental emergió una carreta, trazando su rumbo hacia el camino trillado. Dos caballeros entrados en años, ataviados en camisas inmaculadas y de elevado linaje, guiaban los destinos de este carruaje. Impulsaban con poderío a cuatro corceles, cuyos músculos tendían la envergadura del vehículo. La carreta, portento de diseño y labra maestra, alzábalse cual coloso con la gracia de linaje aristocrático. Los recodos y trazos de su armazón eran un canto a la perfección geométrica, mientras la madera de roble nobiliario que la componía incitaba a un escrutinio más detenido. Ataviada en paños que maravillaban con su exceso, uno esmeralda como los campos que se despliegan en la primavera, y otro escarlata como el ardoroso corazón de amante apasionado, otorgábanle un resplandor característico a su presencia.
Los pasos del carruaje resonaban con una cadencia que iba más allá de lo mundano, como el latido de un corazón que pulsara en sintonía con los susurros de la tierra. Avanzaba con una lentitud calculada, como si el tiempo mismo deseara saborear cada instante de su marcha. Aunque añadiérase más poesía al relato, la realidad yacía en que la carreta se encontraba prácticamente colmada, pues no se aventuraron a cargarla más, previsiblemente por temor a extender la duración del viaje más allá de dos modestos días. En el preciso instante en que la carreta se alineó con el sendero principal, dio inicio la travesía hacia Bellavalis.




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