Hijos De La Desgracia: El Camino De Celestino.

Capitulo 7: Un Oscuro Combate, la prueba magna.

7 De Julio, Año 184 Desde la fundación del Bastión Verdegrana. 

Año 84 desde la fundación del Reino De Khirintorin. 

(Anochecer)

Celestino 

Cayó el ocaso, y sin embargo, la esfera luminosa del sol se encontraba velada por vastos manteles nubosos, reacios a permitir que sus radiantes brazos acariciasen a los compañeros con su abrazo ardiente. Las postrimerías del día se aproximaban con sigilo, mas su meta había sido alcanzada.

El bosque se mostraba ante ellos, encaramándose empinado en virtud de la pendiente, y excesivamente enredado, el verde tapiz se presentaba tan rígido quebrantándose bajo sus pisadas. Los árboles, de corteza menesterosa en robustez mas de estatura señera, alzaban brazos en forma de gesticulantes dedos, dispuestos en proximidad, sus hojas encendían el matiz de naranjas resplandores. Sin embargo, el entorno carente de sol y el manto gélido que acariciaba sus mejillas conferían a la escena una desolación sobrecogedora.

Celestino descendió de los lomos de Lucia con cautela, procurando no perturbarla. Tras acariciar su barbilla en un efímero gesto, sus ojos se posaron primero en Augusto y luego en Fulgencio.

-Os encomiendo su custodia-pronunció con aplomo, aunque en su tono reverberaba la gravedad.

-Sabes bien que no es menester que emprendas este camino en solitario-replicó Augusto, respondiendo al gesto de Celestino-Junto a Fulgencio podríamos escoltar tu retaguardia.

-Mas comprende, Augusto-contestó Celestino-Vuestras vidas no deben correr riesgo por una tarea que no os atañe. He abrazado el sendero del guerrero por elección propia. ¿Y cómo habré de salvaguardar mi reino y a quienes mi corazón anhela proteger si no puedo afrontar este desafío en solitario?

-Indistinto sea el rumbo que elijas, amigo mío, lo honraremos-añadió Fulgencio, interviniendo en el diálogo-Pero ni los dioses más sublimes nos impedirían intervenir si así lo estimáramos oportuno-concluyó, su sonrisa brindando calidez al joven.

-Y es por tales razones que sois mis amigos-se despidió Celestino, dirigiendo una mirada sincera de afecto a cada uno de ellos. Acto seguido, giró sobre sus talones y se internó en el bosque, cuyas sombras pronto lo abrazaron.

En aquel rincón, se percibía en diminuta estatura, aunque no fuese el más alto (de hecho, de baja alcurnia). Aquellas torres arboladas, de altivez tan cimera, lo reducían al tamaño de una hormiga, en verdad. Los troncos, en proximidad apretada, congregaban su presencia, y el velamen que los copaba, en tonos anaranjados y ocre, ocultaba casi por completo el firmamento.

Hincó su rodilla en el suelo y con la diestra, ahora envuelta en un guante de piel de topo, palpó el suelo, deslizando su tacto por las texturas terrenales en busca de su dureza. Su contacto desveló un vasto hueco en la tierra, marca señera de una huella reciente. Abrazaba esta excavación un tamaño dos veces, quizá más, el de su mano, y estaba aún impregnada de frescor. Flexionando sus rodillas, ascendió por el sendero escarpado, todo esmero orientado a que su progresar careciera de resonancia que captara el oído de la bestia. A medida que el ascenso se forjaba, el olor a sangre y detritus se intensificaba, el aroma asentándose en sus sentidos. En la travesía, descubrió hebras de pelo blanco, y un árbol grotescamente acanalado cruzó su camino. Se enderezó Celestino, atraído por el hallazgo, y se dirigió hacia él con mirada enfocada. El embate, cual hoz afilada, había hendido la corteza en profundidad, al menos en una decena de centímetros.

-Con certeza, afiló sus garras-murmuró Celestino a sus adentros, sus palabras un eco apaciguado. Tras ello, retornó su atención al camino en ascenso, y prosiguió su marcha sin dilación.

Arrojó hacia atrás su capa oscura, permitiendo que esta ondeara como un manto sombrío, y acto seguido, cubrió su cabeza con la capucha. De esta manera, buscaba amalgamarse con el entorno, pues aunque la luna no habría de alzarse hasta treinta minutos por venir, los últimos resplandores del sol agonizaban y la oscuridad ya conquistaba el bosque.

El viento cobró brío, y las ramas se agitaron con la fragilidad de copos al viento. La humedad, en incremento, engrosaba su presencia, abrazando la figura de Celestino, esforzándose por insinuar el frío. No obstante, además de hallarse resguardado por su atuendo, se mantenía absorto en su tarea, impermeable a insignificancias como la frialdad del otoño. Pues aunque respetable en su frescor, el otoño no podía rivalizar con la gélida mordedura del invierno.

La senda ascendía con pendiente más acusada, y al paso se hacía patente la presencia de pequeñas piedras diseminadas, indicios inequívocos de que se aproximaba a un enclave mayor, quizá a una gruta resguardada por la tierra.  Celestino inhaló hondo, su cuerpo se agazapó en gesto previsor, ajustando borceguíes, atizando el ajuste de su capa y ensayando en reiteradas ocasiones el alarde de extraer de su vaina la espada obsequiada por Tiberio, don que apenas conocía.

Mas, en el espectro circundante, un retumbo súbito resonó, y esa onda de sonido quebró el silencio, poniendo en estado de alerta a nuestro protagonista. La noche, soberana en su negrura, ahogaba la visión en sombras densas, apenas trazos de formas distinguibles al requerimiento de esfuerzo ímprobo. Empero, los sentidos de Celestino estaban afilados como cuchillas, su oído, agudo como el canto de las aves, y su olfato, incuestionable guía, le brindaban confianza para que sus ojos fueran guiados, y a través de ellos, sus manos.

Repentinamente lo avistó, y no requirió de un esfuerzo considerable, pues la meta se materializó ante su mirada. Era de dimensiones vastas, semejante al cuerpo de un corcel maduro; su pelambre níveo resplandecía en la penumbra, y sus zarpas rivalizaban en longitud con una hoja de acero cortante. Los colmillos que adornaban su boca eran de proporciones exorbitantes, acompañados por piezas dentales apenas menores en tamaño. Una cola densa y amplia ondeaba tras él, otorgando una majestuosidad quizá indebida a tan temible ente. Más allá de la figura de un lobo, semejaba ser el supremo señor de sus congéneres; tal vez un bisabuelo o un tatarabuelo, o inclusive un tataratataraabuelo. Sin embargo, este no era un can corriente, ni mucho menos meramente un lupino de grandes proporciones, como los cuentos de boca en boca susurraban; semejante calificativo resultaba una afrenta a su envergadura y a la atmósfera aterradora que emanaba. Llamarlo únicamente un lobo magnánimo resultaba un término inadecuado.




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