El aire viciado no se dejaba respirar. Los músculos del cuello estaban tensos. Ni Enric ni Soraya se atrevían a soltar más injurias. Ninguno recordaba ya el origen de la discusión, pero la cara de cada uno no presagiaba nada bueno.
Las cortinas ondeaban ligeramente detrás de él. La hojarasca que se veía a través de la ventana no llegaba a moverse tanto. Un frío sol de mediodía atravesaba los cristales y quemaba las retinas de Soraya al caer sobre el sofá de tres plazas de color yema. Sobre la chaiselongue, el póster favorito de ella mostraba en su superficie brillante la silueta reflejada de Enric entremezclada con la imagen de un delfín saltando en el mar.
La situación iba a estallar en cualquier momento y cualquier opción era posible. Puede que Soraya rompiera alguno de sus jarrones baratos. Puede que Enric decidiera abstraerse y sentarse en el sofá amarillo para ver en la televisión su particular zapping en catalán que tanto le irritaba a ella, una madrileña que no sabía el idioma. Puede que ese amargo silencio solo fuera una pausa y la discusión tomara más fuerza. Pero ambos esperaban alguna reacción en el otro, y el silencio, tan insoportable como un chirrido de bisagras desengrasadas, le hizo a ella reaccionar.
Soraya tomó las llaves de la mesita del aparador que eran de su coche y se recogió los rizos rubios que se le escapaban de la cola de caballo que lucía. Sus ojos azules, rabiosos, miraron a Enric, que aún parecía molesto. Abrió la puerta con fuerza y salió. El estruendo que provocó al cerrar, rápido la hizo arrepentirse de la impetuosidad del acto. El enfado iba en aumento pues esta vez se le sumaba el hecho de no controlar sus propios impulsos.
Subió al coche y arrancó. La adrenalina le hizo huir; de Enric, de la discusión, de su propia ira y hasta de sí misma por haber dejado que la disputa escapara de su control.
No sabía cuánto llevaba conduciendo, ¿diez, doce, quince minutos? ¿O apenas eran segundos? Puede que la ira hiciera que el tiempo corriera en su reloj de pulsera verde hierba que le había regalado Enric la semana anterior. Hubiera pasado el tiempo que fuera daba igual, la sangre le hervía desde que salió de casa y conducía sin rumbo por las carreteras barcelonesas hasta el punto de perderse. Su conciencia le ordenaba frenar y detenerse, pero la desazón que quemaba su corazón en ese momento era más poderosa.
La temperatura típica de cualquier enero no permitía que en pleno mes de marzo se evaporara el agua caída días atrás. La calzada resbaladiza entorpecía los pensamientos de Soraya. Según se alejaba del nivel del mar, la temperatura disminuía pese al calor que recorría su cuerpo y le hacía pisar el pedal en las cuestas cada vez más pronunciadas.
De repente, una curva cerrada.
Tras ella, un desprendimiento de tierra obstruyendo el paso.
El freno no respondía. Soraya giró el volante, pero ya era tarde. La pendiente escabrosa de la colina parecía una simple cuesta abajo en un camino cualquiera.
Toda su vida se proyectó por delante de sus ojos; su infancia, su adolescencia, cuando conoció a Enric en una reunión informal, cuando él por fin se decidió a pedirle ser su novia delante de todos los amigos que tenían en común. ¡Dios mío, Enric! Ya se acordaba de la discusión y la mecha que había encendido la bomba. Era culpa suya porque la noche anterior no había cerrado la ventana y había entrado sin deber una paloma a lo largo de la mañana en casa mientras ambos trabajaban.
¿Qué podía hacer al respecto? Pobre Enric, debía pedirle disculpas y ya no podría... ¿O quizás sí?
Soraya se encontraba con pleno fogonazo en la cara. El techo falso era de un blanco impoluto. Y pudo distinguir a varias personas vestidas con uniforme médico de color verde abeto. ¿Doctor, que ha pasado? Preguntaba una y otra vez sin obtener respuesta. Aquellos facultativos la ignoraban completamente. Hablaban entre ellos en catalán y con términos que no entendía. En la sala entraron otras dos personas que tras hablar con ellos se los llevaron, dejándola sola en la inhóspita habitación.
Pensó en Enric, que pensaría. ¿La echaría de menos? ¿O acaso solo la acusaría de imprudente entre fuertes sollozos? El carácter tan fuerte de ambos había hecho que en muchas ocasiones discutieran y acabaran enfadados. Pero el carácter de Enric era parecido a la acidez del zumo de limón, que una vez que lo bebes, en breve se te disipa la acidez de la boca dejándote únicamente con el fresco sabor a cítrico. El carácter de Soraya se parecía al chile mejicano o el wasabi japonés; un regusto picante que no se iba tan fácilmente de la boca.
Apenas pasarían cinco minutos cuando Soraya creyó pasar una eternidad esperando alguna noticia, tenía una máscara cubriéndole las vías respiratorias que no parecía incomodarle, hasta le ayudaba a respirar.
Soraya no cesaba de pensar en su amado Enric y cuanto le quería; justo en el momento en el que le vio entrar por la puerta de la habitación. Le llamó, pero él también la ignoraba, ¿sería un complot para hacerla pedir perdón? No, Soraya supo enseguida que era una idea demasiado inverosímil para que alguien tan cabal como Enric la llevara a cabo.
Pero algo nubló su mente, algo que la hizo perder la noción, si es que todavía la tenía. De repente se vio ante ella misma, tendida en una cama, una cama de sábanas blancas y algunas letras amontonadas a cada lado del cuerpo, como mostrando un nombre borroso para la nítida vista de Soraya.
Unas cuantas personas con el uniforme hospitalario apartaron a Enric a trompicones hasta llegar al cuerpo que yacía en la cama.
Él se tapaba con la mano diestra la boca y sus dedos temblorosos cubrían la mejilla derecha. Con el brazo izquierdo bajo el codo contrario parecía débil y desamparado; su cara presentaba el aspecto de un niño llorón. Enric se llevó ambas manos a las orejas y se tapó los oídos mientras su faz se tornaba amargamente al dolor.
Enric movía los labios nombrando a su amada sin entonar vocablo alguno.
Soraya se acercó a él, intentaba escucharle, pero no oía nada. Entonces miró al monitor que se hallaba al lado de su cuerpo. El aparato marcaba una línea de color verde intenso con una pausa que se movía de izquierda a derecha y pudo comprender que su corazón ya no latía.
Soraya se observó a sí misma yaciendo ya inerte en la cama, rodeada de médicos y demás personal hospitalario, con Enric llorando amargamente tapándose los oídos de un pitido que a ella ya no le costaba imaginarse.
Pensó en toda esa gente que habla de la luz cegadora que creen ver al detenerles la vida y por eso mismo la buscó. No la encontró pese a lo segura que estaba de haber fallecido.
Para Soraya el tiempo se le hizo eterno. Tuvo que esperar a que los doctores dieran su cuerpo por defunción. Antes de eso, un par de empleados hospitalarios se llevaron a Enric de la habitación para que no atentara contra la vida del personal sanitario. Soraya contemplaba su propio cuerpo mientras imaginaba a su compañero llamarla a gritos entre sollozos. Le dolía tanto verle sufrir que no quería reposar la mirada por miedo a aumentar su dolor.
Cuando ya había recogido el valor suficiente le miró, no pudo más que acercarse a él e intentarle tocar la mano y pedirle perdón. El etéreo cuerpo de Soraya no se mantenía reposado, pero Enric levantó la vista sollozando. Él movió ligeramente los labios y pronunció el nombre de la chica que ocupaba su corazón, como si la hubiera sentido de verdad. La buscó con la mirada, pero sabía que era inútil porque ya había fallecido.
El personal hospitalario le invitó a salir de la sala. Soraya se extrañó de la actitud extremadamente taciturna de Enric con la mirada perdida hacia donde ella se hallaba.
-Senyor Enric Lloret, entenem profundament el seu dolor. Li demanem que, quan estigui preparat, ens ajudi a gestionar el trasllat de la senyora Soraya a la funerària adequada.
Para no saber el idioma, Soraya entendió perfectamente lo que le dijo la enfermera a Enric, sin necesidad de escucharlos pues a ella le había ocurrido algo semejante casi trece años atrás cuando su hermana mayor falleció en un accidente de tráfico atropellada en pleno Madrid.
Soraya se acordó de su familia, sus padres en un pueblecito pequeño de la sierra madrileña querrían verla, y su hermana Patricia, de la que no sabía nada desde que decidió buscar fama en EEUU con su música. En cuestión de aficiones, Soraya y Patricia nunca se habían puesto de acuerdo, y Eva, la hermana mayor, las había invitado a seguir su sueño paralelamente a un trabajo estable hasta que esas aspiraciones se hicieran materiales.
Posteriormente a la desaparición de Eva, Soraya se escudó en la pintura hasta que un amigo de Enric vio sus dibujos y la invitó a viajar hasta Barcelona y también los presentó.
Volvió a pensar en Enric, pues le había perdido de vista, y al pensar en él se apareció a su lado, simplemente con un parpadeo. Soraya recordó todas las veces que Enric le había dicho que sin ella no llegaría a vivir para recordarla. La última, aquella misma mañana, al despertar con un desayuno de los que tan ricos le salían a él, tan romántico como siempre. Se sintió culpable por dejarle solo. Era hijo único y se había quedado huérfano hace tres años, cuando ya salían juntos.
Notó que el ruido a su alrededor disminuía.
Pensó en Patricia y en un parpadeo se trasladó a una ciudad que no conocía, con gente que no conocía a excepción de su hermana, que entraba a un local nocturno con un maletín. Soraya reconoció el tipo de local por las películas pues el silencio era ensordecedor y cayó en la cuenta que se hallaba en Nueva York, muy lejos de su propio cuerpo. Esperó y tras media hora, Patricia cantó en el minúsculo escenario que había en el local. Se sintió aliviada, su hermana también había conseguido su sueño: cantar, y se dejó llevar imaginando la preciosa voz de su hermana cantando alguna canción de jazz ante la veintena de personas que había en el sombrío local.
Soraya recordó vagamente escenas de películas donde los personajes pasaban por su misma situación, y se preguntó si aquellos fantasmas eran un ejemplo que seguir, como todos ellos podían poseer a las personas y se cuestionó si lo podría hacer también.
Se acercó a una chica hispana y la observó. Llevaba un vestido negro con aspecto desaliñado. Ella miraba hacia la barra del bar sin punto fijo, como si esperara a que apareciera alguien que no venía y Soraya se integró en ella. Sintió un estremecimiento y le costó gran esfuerzo poseerla, pero merecía la pena porque escuchaba la cándida voz de Patricia entonando una conocida canción de jazz. La conciencia del cuerpo luchaba por echar el alma de Soraya y eso la agotaba más deprisa, tanto que no pudo acabar de oír lo restante de la canción.
Volvió unos instantes con Enric, que se había quedado solo con unos papeles en la mano y como si se cargaran sus pilas, pudo volver con Patricia.
Sería precavida y ya solo seguiría a su hermana. La vio cantar, la contempló durante largo tiempo hasta que la gente del local se fue yendo. Tras la última canción un hombre se le acercó con muy sucias intenciones y ella le dio un violento bofetón. A Soraya también le dolía la mano. Tras aquella incómoda escena el hombre movía las manos y la señalaba amenazante, entonces supo qué sitio ocupaba aquel hombre en la vida de Patricia, su jefe.
Soraya quiso consolar a su hermana, pero era algo imposible; desde lo más hondo de su corazón deseó abrazarla y Patricia levantó la vista, cogió su micrófono, el maletín de partituras y salió orgullosa con la barbilla señalando la puerta. Movió la boca, algo decía. El jefe intentó entonces hacerla recapacitar con algunas súplicas absurdas que Patricia desoyó.
Ese gesto tan altanero era mucho más propio de Soraya que de Patricia, y supo que su hermana la había sentido con ella en ese preciso momento. Ese gesto altanero que tantas discusiones le había costado con Enric. Entonces Soraya pensó en que si al menos en ese aspecto se pareciera más a Patricia la situación sería muy diferente. Y así se le vino a la mente la imagen de Enric y Patricia juntos y pensó que harían buena pareja.
¿Y si estuvieran juntos? Se le ocurrió de repente a Soraya. Pero no se conocen; se dijo. Pero inmediatamente se vio a sí misma, al recordar una de las tantas instantáneas que se había hecho con él y reparó en que ambas eran gemelas. Quizás no, se dijo.
Quizás, y solo quizás, el destino lo diría. Soraya los cuidaría como pudiera desde su posición. Esta vez no podría discutir, y las mechas nunca se encenderían. Los protegería, del mundo, de la gente, de ellos mismos.
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Editado: 07.11.2025