Al terminar la clase, Alejandro se quedó de pie en la tarima, esperando que los saludos de rigor no fueran a extenderse, pero, en el fondo queriendo que Samara se acercara. No lo hizo, cuando la sala estuvo medio vacía, recogió sus cosas y salió. Pensó en seguirla, pero eso no estaba bien, apenas si la había visto hacía hora y media, no era como si fuera la más bonita de la sala, ya se habían acercado a saludar unas cuantas estudiantes más bellas, pero allí estaba esa sensación de querer abordarla, como abordaría un error en una sentencia de programación, que se niega a ejecutarse.
Cuando los aduladores de costumbres terminaron y se quedó solo, Sonia que había permanecido sentada en un rincón de la sala, hasta el momento, se acercó.
- Eso no lo tienes que haber visto muy seguido – se carcajeó-. Samara Colina, es la mejor de la Escuela de Computación, se esfuerza; es becada, del convenio que tenemos con la gobernación.
- Vaya, becada, eso significa que no puede pagar la matrícula –respondió Alejandro.
- Así es. Dicho criollamente: es pobre.
- Entiendo, tiene fuerza, en Silicon, la amarían
Supongo, que los empleadores no quieren un montón de jalabolas o como dicen en España, lameculos, pa´ traducirte del maracucho al español.
Una risa genuina brotó de Alejandro, es cierto, un buen empleador, quiere buenos empleados, no lameculos, pero sí hay cierto código en cómo plantear las ideas o decirle a tu jefe que está usando un término incorrecto. Verificó la hora, eran las doce del mediodía, se agobió de pensar en volver al estacionamiento, aunque Sonia le insistió en que almorzaran en un restaurante cercano, declinó con cortesía. Aún tenía trabajo para ese día, comería en la oficina como era su costumbre. Se despidió de Sonia y esta lo despidió con un beso en la mejilla, otra costumbre zuliana/venezolana a la que debía acostumbrarse.
De regreso, en el estacionamiento, sudaba a chorros, y estaba a punto de quitarle el seguro al auto, cuando miró a un costado, vio, quizás a unos 20 metros a Samara, sentada en una banca metálica, de color blanco, a la sombra de un frondoso Cují, en la orilla del Lago, que destellaba con su fulgor de mediodía; sabía que era ella por el cabello castaño que se agitaba al viento. Sintió el deseo de acercarse, pero se percató que la banca estaba del lado del parque “Vereda del Lago”, continúo a la universidad y estaba separado por una cerca y que solo alcanzaba a verla, porque había estacionado del lado del estacionamiento que termina en cuña, eso significaba que si quería acercarse, debía subir de nuevo al rectorado y salir por un lateral a pie o en el auto, pero no estaba seguro si el estacionamiento del parque estaba cerca o lejos de allí. Y no le apetecía terminar insolado, si estaba lejos, solo por hablarle.
Se subió al auto, que estaba cual horno; ya entendía porque en el extranjero los maracuchos solían llamar a la ciudad: Horno City. Cuando arrancó y dio vuelta, volvió a ver a Samara y sintió de nuevo el deseo de acercarse. Lo declinó, aún tenía muchos asuntos pendientes y gracias al aire acondicionado del auto, volvía a sentirse mejor. Pero al momento de cruzar hacia la avenida El Milagro, volvió a recordar y ver esos ojos rasgados que lo miraron con tanta resolución, mientras lo retaban. Dio media vuelta, se iba a arriesgar o igual podía estacionar en un sitio no permitido, una multa se podía permitir y hasta donde sabía las leyes eran bastante flexibles en este lado del mundo.
La calle que conducía al parque, era una recta que iba paralela a la universidad y luego giraba en “U”, para adaptarse a la costa del Lago, justo en esa curva estaba Samara, para su suerte no muy lejos había unas gradas y una especie de aparcadero pequeño. No lo pensó dos veces y se detuvo ahí, mirando por el retrovisor vio que la joven no se había percatado de su presencia. Bajó del auto, otra vez el golpe de calor, apuró el paso, solo tenía que cruzar una vía de doble dirección, que estaba dividida por unas jardineras. Allí estaba, justo detrás de ella y aun no giraba a mirarlo, se sentó a un lado de la banca; era suficientemente grande como para que se sentaran cuatro o cinco personas. Solo así, Samara levantó los ojos; unos ojos color café, que al registrar quién era, no pudieron ocultar su impresión. Él le sonrió y entendió por qué no se había girado a ver quién se acercaba, Samara estaba usando uno audífonos y además estaba escribiendo en una libreta, que al notar que este miraba cerró con un golpe de tapa. Se quitó uno de los auriculares y lo miró. Tenía una mirada intensa, Alejandro habló:
- Asumo que no debo presentarme, pero igualmente Alejandro Ortega, un gusto Samara - le extendió la mano.
- Asume bien, después de hora y media de verlo y oírlo hablar, puedo reconocer al profesor de Electiva III – le estrecho la mano, sin entusiasmo, y la soltó, se quedó callada, dirigió su mirada al Lago y a unos buques que iban pasando.
- ¿Te gusta la vista? –
- No está mal
No dijo nada más. Qué extraño le pareció a Alejandro. En la clase lo había mirado y hablado resueltamente y allí estaba callada y casi taciturna. Aprovechó el momento, para mirarla detalladamente, no era muy alta, quizás un metro sesenta, tenía la piel de un bonito color caramelo oscuro, una nariz pequeña y respingada, pómulos altos y labios carnosos, pero lo que más le inquietaba era sus ojos, no podían llamarse bonitos, pero tenían algo. De su cuerpo no había mucho que decir, porque estaba vestida con una chaqueta de jean, modelo ochentero y unos joggins que no revelaba nada; unos tenis completaban el atuendo. Samara pareció percatarse del escrutinio y lo miro, Alejandro le devolvió la mirada. Ella, por fin habló: