Hojas en el Lago

Capítulo XIII

Alejandro una vez asistió a un curso de derechos penales, cosas entre las cuales, se le instruyó que el imputado se declaraba inocente hasta que se demostrara lo contrario. Sentía que el corazón le latía a un ritmo extraño, estaba sudando, pero era por el calor. Aun así con voz serena respondió.  


-¿Por qué dices tal cosa? – impregnando toda la inocencia que pudo a su voz. 
- Yo sé, que lo hizo –dijo Samara, con toda seguridad. 
- No sé de qué hablas, de todas tus acusaciones, esa es la más absurda. 
- No me crea tonta. 
- No lo creo en lo absoluto, eres la mujer más inteligente que he conocido. ¿En qué basas tus acusaciones? – debía saber qué había hecho mal, estaba seguro de estar eliminando los residuos de sus entradas en paralelo a las cuentas de Samara. Además, si lo había descubierto y estaba tan segura, ¿por qué le había permitido acompañarla? ¿Por qué parecía tan tranquila? 
- Es muy extraño que hoy se presentara a la salida de la Universidad, justo parecía que supiera a qué hora iba a salir. El domingo en la farmacia, a pesar de que estaba medio zombi, estoy segura que no fue casualidad y ahora que le hablo de mi hermana no parece sorprendido de saber que tengo una.  


Ella era muy inteligente y estaba atando cabos, pero aun así. Eso no eran pruebas, debía refutarlas.


- Alguien me dio tu horario y el domingo solo fue una afortunada coincidencia. Y respecto a tu hermana, ¿por qué extrañarme? Aquí las familias son numerosas.  


Ella entrecerró los ojos, no estaba convencida, pero sabía que no tenía cómo desmentir y que los argumentos de Alejandro eran válidos. 


- Entonces ¿Cómo se llama tu hermana? – No iba a insistir en lo del hackeo.  
- Mire, ya casi llegamos, se llama Sofía y va cumplir 15 años.   
 

El autobús se detuvo al lateral de lo que parecía un centro comercial pequeño, todos comenzaron a bajar. Samara le indico que esperaran a que se vaciara. Al bajar  el sol estaba en su habitual candor de medio día; estimó que fueran las 12:30. Samara le explicó que caminarían hasta la siguiente parada. La Curva de Molina era un sector comercial al oeste de Maracaibo, había diversos locales, desde farmacias, restaurantes, ventas de ropa, zapaterías y un sinnúmero de demás productos y servicios, algo de comercio informal, entre esos vendedores de frutas y vegetales. Era muy movido, había mucho tráfico y paradas de taxi y mototaxis.  


En cierta manera tenía un ambiente distinto y con sabor popular, cruzaron la carretera y luego subieron por unas calles laterales, Alejandro se percató que también había viviendas, pero casi todas tenían al frente pequeños locales comerciales. Salieron a la altura de una plaza en forma de punta de flecha, donde había banderas, un busto que no reconoció y algunos arbustos florales. Cruzaron rápidamente por ahí y a su izquierda Alejandro divisó una intercesión, con varios semáforos, y un letreo que indicaba que ese era el inicio de la Avenida La Limpia, al costado un puesto de policía, otra plaza con unas letras enormes que decían: MARACAIBO y de lo que podía ver más locales comerciales. 


Subieron por otra calle lateral, hasta dar a una calle donde estaban estacionados una larga fila de autobuses, y si el Yutong le había parecido viejo a Alejandro, ese era como el museo de los buses del siglo XX, modelos desde los años 40 hasta los 80, más recientes no había. En Europa, Alejandro había visto autos clásicos en un estado de conservación envidiables, pero aquellos, no sabía si quiera cómo se mantenían de pie o peor aún, cómo andaban. Samara lo condujo hasta la cabecera de la fila, donde un enorme autobús BLUEBIRD, color azul, parecía a punto de salir. En la puerta estaba un joven, casi adolescente que gritaba: ¡Torito saliendo! 


- Vámonos aquí, el otro puede tardar de 20 a 30 minutos para salir – le dijo Samara. Ya Alejandro estaba sacando el dinero para pagar, pero Samara lo detuvo - no, cobran en el viaje. 
 

Al subir, ya no habían puesto vacíos, así que les tocaba ir de pie, aquello si estaba resultando toda una experiencia y el calor estaba aumentando cada vez más. Alejandro no había sudado tanto en su vida, como había sudado desde que comenzó el curso en la universidad y ese día en especial, creía que empezaba a deshidratarse.   
- ¿Le agobia el calor? – le preguntó Samara. 
Un poco ¿a ti no?  
- Sí, pero estamos acostumbrados a él. Es más si salimos de aquí a un clima más benigno, nos patea el clima. 
- Ojalá un día de estos también me acostumbre – dijo con un suspiro. 


Al fin el bus arrancó, pero parecía que se detenía cada cuadra y rápidamente se ocupó el mínimo espacio disponible. Él y Samara terminaron en el fondo, apiñados y apretujados hasta lo imposible. Si el contacto hubiera sido solo con ella, no hubiera sido para nada malo, pero se sentía en contacto con otras personas y a pesar de la ropa sentía los residuos de sudor de los demás adherirse a él. Para completar el suplicio, comenzó a sonar por unas viejas cornetas la música (si es que podía llamarse así) más estruendosa y repelente que Alejandro hubiera escuchado. Sentía que el sonido le hería los tímpanos, mientras el joven de la puerta, trataba de cobrar entre ese amasijo de gente. Causando incomodidad y cuando llegó a ellos, había recibido los más variados y coloridos insultos de la región. 
 

-Ajá, papi, ¡los cobres! – le dijo con el marcado acento de la región y unos cuantos grados de hostilidad. Alejandro no podía alcanzar su billetera entre tanto aprieto y estaba un poco lento.  




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