Hojas en el Lago

Capítulo XV

En el mundo hay dos cataduras, los que tienen y los que no tienen. Donde parece que todo se reduce al que tiene, pero el que no tiene, tiene; tiene el valor de creer que puede. Tiene sueños y deseos que guarda apretados en su cabeza. Trabaja incesantemente por poner pan sobre su mesa y vestido sobre su cabeza, pero sueña y sigue soñando que algún día podrá y tendrá. Construye en su mente, pone piedra sobre piedra y sigue así… hasta que tiene o hasta que muere. En una muerte que a veces es física y otras veces de conciencia.  


*** 


Alejandro, se quedó en silencio, meditando sobre todo aquello, entendía ahora por qué Samara no mencionaba nada de eso en sus redes y él que, aun teniendo acceso a ellas, ignoraba tanto. Siempre había pensado que tener la base de datos de alguien, era tener acceso directo a su cabeza. Pero no, no era así. ¿Cuánto más guardaba ella para sí? 


- ¿Qué tanto piensa? – preguntó ella. 
- En todo lo que hasta ahora creía saber sobre la vida. 
- Sí, ser pobre lo ayuda a uno ser muy reflexivo, claro, usted no es pobre, pero anda viendo la pobreza. ¿Qué le parece? 
- Es… restrictivo, incómodo y triste.  
- No todo el tiempo; hay unas buenas cuotas de felicidad y como dice la propaganda de las tarjetas, hay cosas que el dinero no puede comprar – sonrió ante su ocurrencia.   
- Es verdad, la unidad que tienen ustedes aquí, no es algo que haya visto muy a menudo, parece que están orquestadas en sus intereses mutuos y de apoyarse.  
- Eso también es lo que uno construye. Hay familias que no son así e imagino que entre los de su clase habrá amor ¿no? 
- Le preguntas al menos indicado – tuvo que ser sincero- sé que mis padres me aman, pero he vivido lejos de ellos, casi siempre. Mis relaciones con mujeres, han sido más bien fugaces y sin involucrarme mucho. No puedo decir que tengo grandes amigos, me he dedicado a la empresa y ya. Tengo relaciones laborales con mis empleados, socios y nada más, de hecho casi ni salgo a ningún lado. Estuve seis meses aquí, limitándome de ir de mi departamento a la empresa. Hasta que Sonia casi me obligó a dar el curso en la Universidad.  
- Bueno… al menos en un mes, ya cruzó de polo a polo Maracaibo, unas veinte calles más abajo solo hay monte y culebras. 
- Sí, debo decírselo a mi madre, le hará feliz – pensó en la cara de horror que pondría su madre si se enteraba. Las noticias en los diarios no le daban buena fama a Torito Fernández, una muerte violenta al menos una vez a la semana – está obsesionada con que conozca Maracaibo y su gente. Ah y también que agarre más vitamina D. 
- Llegó al lugar ideal ¡Ja,ja,ja! Si no se desconcha como un camarón puede que mañana tengo más color. 
- Ajá – comentó, cuando se percató que había usado esa muletilla; le dio risa - ¿Y cómo es la gente de aquí?  
- Hay de todo, como en todas partes. Personas buenas, personas malas, personas regulares, ah, y muchos brolleros, siempre. Hay muchos niños, ellos, son los que llevan la peor parte de crecer en un lugar así. En este parte del barrio vivimos gente decente, pero tres calles arriba es un infierno – comentó entristecida. 
- Disculpa mi ignorancia, pero, ¿a qué te refieres? 
 

Ella lo miró, pero parecía dispuesta a tenerle paciencia.  


- Torito Fernández es un barrio no planificado (como la gran mayoría en la ciudad), puede notarlo y también uno de los más recientes (por así decirlo). Estos terrenos fueron invadidos por gente que venía de la Guajira, los indígenas Wayuu y también por muchos inmigrantes colombianos que debido al conflicto civil y económico de su país, llegaron a la ciudad, buscando mejores “oportunidades” que al parecer nunca llegaron, se agruparon en lo que llama la canción “los techos de cartón”; ranchos y villas de miseria. No es justificable, pero mucha de esas personas se decepcionaron de la vida, de sus sueños, de sí mismo y perdieron la voluntad de lucha. Se abandonaron a la miseria del alma, limitándose, apenas a sobrevivir y qué es de ellos, de los suyos les tiene sin cuidado, se dedican a los vicios; las drogas, el alcohol y tantos males. Traen hijos al mundo sin ningún control, es un ciclo que se repite y se repite. En ese ambiente crecen esos niños, entre violencia, hambre, ultrajes. Aun en estos días, sigue igual y las historias que se escuchan son suficiente para quitarle el sueño a uno por las noches. 
- ¿Qué clases de historias? – preguntó Alejandro en susurro. 
- Historias que hacen que uno pierda el amor y la fe en la humanidad.  Niños y niñas siendo abusados física, emocional y psicológicamente, por sus propios familiares y allegados. Niños que padecen de hambre y parece nadie se conduele de ellos; niños que comienzan a pedir, a robar y a venderse solo por un pan. Siento terror en mi corazón de pensar que Sofía pudiera vivir algo así o que un hijo mío, pudiera vivir algo así. Sé que no solo es cosa de pobres, pero sé que sucede sobre todo donde la miseria abunda. Y eso es tres calles más abajo. 
- ¿Tú?... ¿ustedes? – Alejandro no encontraba las palabras, sentía que un puño le obstruía la tráquea.  
- ¿Sufrimos maltrato? No, uno que otro golpe, ocasional, para resetear el CPU – sonrió- ¿pero hambre? Sí, como millones de venezolanos entre 2014 y 2019, y qué digo, como millones de pobres e inmigrantes en el mundo. Aunque siempre tratamos de que Sofía fuera la que menos padeciera. 
- Yo…        
- No lo sabía, lo sé. Pero ahora sabe.  
- Ahora sé. 
- Por cierto, creo, que ya debería irse. Son más de las cinco. Aún hay transporte, pero es mejor no lo agarre la noche, aun este lejos de su casa. Por cierto, ¿dónde vive? 
- En la torre ANGELINI – dijo. 
- Me lo imaginé, es un edificio espectacular, está un poco lejos de ese estilo ¿no? – dijo Samara mirando el sencillo patio de tierra y las pequeñas casas que se veían a donde quiera que mirara. 
- Pero ha sido de las tardes más amenas que he vivido – le respondió Alejandro. 
- Sí, los pobres sabemos llevar la diversión al siguiente nivel – repicó con sarcasmo – vamos para que se despida. 




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