Hojas en el Lago

Capítulo XXII

Los días después del cumpleaños de Sofía, transcurrieron rápidamente, el martes, en clases, nadie disimuló cuando Alejandro saludó a Samara, con un beso en la mejilla. Las miradas y comentarios zumbaron en la sala, como un enjambre de abejas. Samara, decidida a ignorarlos no comentó nada y luego estuvieron un rato en la banca, comiendo panes rellenos y refrescos que compraron en la cafetería del parque. Cuando se despidieron Alejandro quiso darle un beso en la boca, pero ella le dijo que no, que aunque fuera un simple beso, luego iban a decir que se estaban “jamoniando” en la banca. Alejandro suspiró y lo aceptó. 


Se estuvieron llamando todos los días, varias veces al día. Alejandro se sentía en una especie de nube, estar enamorado, era una cosa excéntrica. Reía  y sonreía, ante cualquier cosa. Sonia lo llamó el martes en la noche y le habló de los comentarios que estaba suscitando su relación con Samara. Él le dijo que no importaba y ella dijo que en realidad, a ella tampoco. Pero, que tratara de ser más “discreto”. Un romance entre un hombre como él y una joven como Samara, no iba a ser visto con gracia, por todos.        


El miércoles había acordado entrar nuevamente al barrio, se encontró con Samara a las afueras de la universidad, ella le dijo que para aprovechar el tiempo podrían ir en taxi hasta La Curva, y luego en autobús al barrio; la mayoría de líneas de taxis, no querían entrar hasta allá. Hicieron así y en el camino Alejandro se dedicó a jugar con el cabello de Samara y decirle cosas al oído. Ella se veía apenada, miraba al conductor a cada rato. 


Eres tan directa y resuelta, pero, mira ahora, te apena darme un beso delante de otras personas. Eres una cría – le dijo en voz baja y a modo de broma, mientras le cepillaba la mejilla con un mechón de su propio cabello. Ella le sacó, la lengua en un mohín. Alejandro  volvió a susurrarle en el oído y el comentario hizo que Samara le diera un golpe en el pecho. Pero, a pesar de eso, no se molestó – vamos dame un beso.  


- ¡Dios! Alejandro, vos sí sois necio – respondió con mordacidad.  
- No, enamorado – volvió a acercarse y esta vez, ella no se resistió, dejó que la apretara contra él, le acomodó el cabello y la besó. Primero con ternura y después con más apremio. Samara tenía unos labios suaves y una boca dulce. Había besado a unas cuantas mujeres, pero ninguna le había producido la misma sensación; era la misma de cuando comenzaba la primavera, poco a poco se desentume el cuerpo, a medida que el sol comienza a calentar. La inexperiencia de Samara la hacía más encantadora. Saber que él era el primero en hacer aquello, lo alentaba mucho más. 
- Ya – dijo ella con un suspiro y separándose un poco. 
- ¿Por qué? Podría besarte toda la vida – le respondió, aun con la frente pegada a ella. 
- Seguro que sí… pero, recuerda dónde vamos. 
 

Era cierto, ojalá, estuvieran en otro lugar. Pero, aquello, no lo iba a decir, estaba seguro que Samara se lo tomaría a mal. 


Cuando llegaron a La Curva, eran las once de la mañana, había resultado más rápido que el autobús. Pero, ahora les tocaba en ese suplicio andante. El conductor del taxi, miró extrañado cuando les dijeron que los dejara en la parada de Torito. Pero hasta allí los dejó. Esta vez, el autobús estaba semivacío, Samara le indico que se sentara en los dos puestos delanteros. 


- Así nos pega más el fresco… - le dijo Samara sonriendo. 
- Te gusta verme padecer – le respondió con diversión. 
- Como decimos los maracuchos: Argo así. 
- ¿Cómo es que dicen aquí? – dijo pensando – ah sí… ¡Malaya sea! 
 

La risa de Samara fue inmediata. 


- Seguí así, te salió muy bien, pronto se te va quitar el acentico ese, español. 
- ¿No te gusta tía? Porque… joder, tan bien que me queda – usó su mejor entonación del acento madrileño que recordaba. 
- Ja, ja, ja… no, no me gusta, es no sé. No me gusta nada. 
- Sí, recuerdo cómo te burlaste el primer día que te invite a comer.   
- Yo también… qué mal me caíste – dijo con una sonrisa. 
- Lo positivo es que ahora te caigo mucho mejor, ¿no? – le dijo en una sonrisa cautivadora. 
- Ajá… - le respondió – cuando sonreís así, me encandilo. Ja, ja, ja. 
 

Alejandro le volvió a sonreír y ella rio más. 


El viejo autobús emprendió la marcha; la misma rutina del recorrido anterior, parar cada calle y llenar el espacio hasta lo insufrible, estar sentado representaba cierta ventaja, porque era menos fatigoso, pero el roce era continuo, entre el hombro de Alejandro y la parte media de los que subían y bajaban. Él conversaba con Samara entre espacios, llegó un momento en el que ella  recostó su cabeza sobre el hombro de él y cerró los ojos; no entendía cómo podía dormir así.  


Cuando comenzó el autobús a girar en la entrada del barrio, presenciaron una escena de lo más peculiar. Cuando el autobús giraba, hacía que los pasajeros se ladearan oscilando, cual montaña rusa y dada la densidad de personas, era imposible que no se apretaran los unos a los otros. Al lado de ellos venía una mujer joven que de un momento a otro exclamo casi en grito: 


- ¡Nooooo!, sí llegó preña’a a la casa – mientras lanzaba una mirada de odio al pasajero que tenía a la espalda.  
 

Este, sintiéndose interpelado, respondió con ironía: 


- ¡Mi alma! Loca ¿Qué tenéis? 
- Desde La Curva me lo traéis arrecosta’o, ¡mardito Pocaterra! 
 




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