Hojas en el Lago

Capítulo XXIII

Por causa de la pobreza y del hambre andaban solos; huían a la soledad, a lugar tenebroso, asolado y desierto. (Job 30:3, Reina Valera 1960). 


Cuando bajaron del autobús, unas calles más abajo de la calle donde vivía Samara, el panorama era completamente diferente, en la calle de Samara las casas eran pequeñas y austeras, pero tenían cierto aire hogareño y a pesar de la simpleza, se veía cuidadas. Esa calle no; pareciera que la poca gracia que la podía decorar el destilar de la espontánea manera de ser de sus habitantes, le negaba su presencia; no tenía posada ni morada sobre el polvo del desamparo. Había un montón de construcciones que no merecían el nombre de “vivienda”; algunas estaban hechas de bloques, pero otras muchas no; eran retazos de planchas de zinc agujeradas, plásticos y otros materiales de desecho, algunas eran de una sola pieza y otras quizás de dos; era difícil decirlo desde fuera. 


La calle como todas de ese barrio, estaba destapada, pero esta tenía sendos huecos, como si alguien los hubiera cavado a propósito. La basura era arrastrada por una brisa desoladora y todo estaba en relativo silencio.  
Samara le indicó que se ampararan bajo la sombra de un Neem, en tanto llegaba la líder comunitaria. Esperaron unos cinco minutos y vieron cómo se acercaba una mujer más pequeña que Samara, con un tono de piel bastante oscuro y con los marcados rasgos de los indígenas Wayuu. Estaba quizás en los 30 y algo, era difícil decirlo. Sonrió al verlos allí. Samara hizo la presentación la mujer se llamaba María González y tenía un extraño acento, era maracucho, pero también tenía un dejo denso al entonar las palabras. Más tarde, Samara le diría que era así, porque su idioma materno era el Wayuunaiki y había aprendido el español como segunda lengua. Y el Wayuunaiki era aglutinante y de la familia de las lenguas arawak. 


María le preguntó a Alejandro cuál era su propósito en ese lugar olvidado. Este le explicó que Samara le había hablado acerca del modo de vida de las personas en ese barrio y que los niños eran los más perjudicados y que él tenía la posibilidad económica de ayudarles. La mujer le comentó con tristeza: 


- Sobrino, ojalá hubiera al menos diez como usted; sería todo tan diferente. Pero, pa’lante. Algo si le digo, si es verdad que usted tiene corazón (y perdone que dude, pero hemos sido engañados tantas veces) prepárese; lo que va a ver, es la miseria de la humanidad. 


Comenzaron a caminar, y aunque salieron de la sombra del Neem y quedaron a merced del inclemente sol, una intangible pero penetrante faz sombría lo cubría todo. Alejandro pudo ver cómo comenzaban a asomarse personas por las ventanas, sobre todo mujeres y niños; habían muchos niños. Comenzó a verlos, jugaban en los patios de arena, algunos vestían prendas muy sucias y viejas, otros estaban desnudos y corrían bajo la abundante radiación solar, dando gritos, llorando y algunos riendo. Muchos tenían los rasgos de los Wayuu, otros tantos no. Algunos parecían abstraídos del mundo en su juego, con montones de arena, hojas y ramas secas. Lo que asombraba a Alejandro era la delgadez de sus rostros y la tristeza que en algunos de ellos veía. 


Se detuvieron al frente de un rancho de lata rodeado por unos tupidos árboles, María llamó hasta que se asomó una muchacha delgada; tendría menos de 20 años, estaba en avanzado estado de gestación, pero sostenía en los brazos a un niño que a lo mucho tendría un año de vida y cuando salió al frente de su desbandada casa, una pequeña niña sucia salió detrás de ella. La niña lloraba. 


Ellos se acercaron a donde estaba la muchacha. Al estar más cerca, Alejandro notó que la joven tenía el labio lacerado y unos moretones en los brazos y cuello, que la ropa que llevaba no cubría. María los presentó; la muchacha se llamaba Ana y la niña Génesis, el niño se llamaba Rafael. 


Todos miraron extrañados a Alejandro, como si fuera un elemento fuera de lugar. Y de cierta manera así era. María le pregunto a Ana cómo se encontraba y esta respondió con la mirada al suelo: 


- En lo de siempre, vos sabéis… - hizo un gesto de hombros, la niña seguía llorando y Ana la sacudió por el hombro – ya ¡callate! Te dije que no hay – la niña lloró más. 
- ¿Qué tiene? ¿Qué quiere? – preguntó Alejandro. 
- Alimento, pero no hay. El padre salió desde anoche y pa’ la hora ni se ha aparecido. 
- ¿No han comido nada? – preguntó Alejandro con tono serio. 
- Normal – respondió Ana – el padre se larga y no tiene que ver con ellos; sabrá Dios dónde está. 
- ¿Por qué no lo dejáis? – intervino Samara. 
- ¿Y qué voy a hacer con esta pata hincha’a? – respondió con amargura, mirando a los niños y su abultado vientre – esto mija, esto es peor es nada, no tengo pa´ donde corre’, bien me lo dijo mami, pero ajá, como la alborota’era era grande, ni bolas que le paré. Aquí estoy con tres muchachos y nada que hacer. Aguanta’ como los machos; más na’a. 
- ¿Y a dónde pensáis llegar con eso? Vais a dejar que te mate un día de estos... si no es el hambre, van a hacer los coñazos que te da – le inquirió Samara. 
 

Ana miró al suelo, y luego alzo la vista en gesto desafiante y dijo:     


- Bueno, esa verga, no es problema tuyo. 
- Verdad, pero al menos deberías considera que tenéis tres muchachos. 
- Como dije, problema mío – la amargura y hostilidad de Ana era enorme.                          
 

María, respiró profundo y le dijo a Ana: 


- Andá pa’ la casa, decile a mi marido, que te mando yo. Ya él sabe qué va a hacer.  




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