Hojas en el Lago

Capítulo XXVI

Era jueves, el día que había acordado con Samara, ir a almorzar juntos en la oficina, ya estaba próximo el cumpleaños de ella y aún no sabía qué regalarle. Había un millón de cosas que podría darle, pero con Samara, las cosas que parecían valer mucho, no valían nada. Eran los gestos, lo que con ella contaba. Así que seguía pensado en eso, mientras la miraba elaborar un informe que había insistido en hacer y que luego él corregiría. Samara era competitiva, eso saltaba a leguas.  


Allí, sentada con gesto de concentración, resultaba de lo más provocativa para él. Siempre se había fijado en las mujeres por su físico, y no es que Samara fuera poco atractiva, pero lo que más le atraía de ella era su forma de ser, su inteligencia, su “fuerza”. Irradiaba una especie de energía pulsante. Y de paso tenía esos labios carnosos y suaves. Se levantó del sofá del que la miraba, se acercó a ella y la levantó por la cintura. 


- ¿Qué hacéis? – le dijo ella, antes de que la silenciara con un sensual beso. Ella entrelazó los dedos en su cabello y le devolvió el beso, pero de repente ella se detuvo y le colocó las manos en el pecho – ya…  
- ¿Por qué? – le preguntó Alejandro, con la sangre tronando en la cabeza.  
- No deberíamos estar haciendo esto aquí… me parece, no sé… sucio – y soltó una risa nerviosa. 
- Ja, ja, ja. A veces se me olvida, lo… inocente que eres – la soltó y se sentó en el borde del escritorio; ella volvió a la silla.  
- Lo decíis como una burla – lo miró y luego a la pantalla del ordenador. 
- No, no es una burla, pero… - dejó el final en suspenso. 
- Pero... ¿Qué? – ella lo miraba directamente y sin asomo de la pena de hace unos segundos. 


¿Cómo decía aquello, sin que terminara en una pelea? 


- No estoy seguro de cómo se manejan estos casos, tú en definitiva eres un caso especial y créeme lo valoro muchísimo, pero… ¿Cuándo crees que podamos pasar a…? – la miró de tal manera que no le quedaran dudas, de qué estaba hablando. Él quería tener paciencia, pero la verdad, es que era una lucha de voluntades, entre más enamorado estaba, más ansiaba el encuentro físico. 
- ¿Eso es lo que más te interesa? – no lo miró, solo miraba la pantalla. 
- Por favor, no, ya sabes que no. Solo quiero saber qué piensas del tema – se rodó hasta donde estaba ella y le tomó la mano – vamos, Samara, no te enojes. Ya somos dos personas adultas y creo que podemos hablar de este tema – le levantó la barbilla con el dedo, para que lo mirara.  


Ella lo miró, tenía los ojos turbios y a pesar de que lo miraban parecían esquivos.  


- ¿Entonces? – volvió a preguntar él, si no le daba una respuesta ahora, lo dejaría pasar. 
- No sé… ya, no sé – dijo con molestia.  
 

Alejandro suspiró y la soltó, decidió dejarlo así. 


- No sé… aún me parece muy pronto, y sé que tal vez pa’ vos, sea ridículo, pero, quiero estar segura y no nada más… porque me entre la alborota’era – continuó Samara. 
 

Alejandro soltó la risa, por el término que había empleado Samara, aunque de todos los que los maracuchos usaban ese era el más decente. Le iba a responder, que en ese caso, era el mejor momento para hacerlo, pero se calló. Estaba seguro que estaba a punto de colmar la paciencia a Samara.


- Está bien, pero, si cambias de opinión. Prométeme que me vas a decir con prontitud. 
Samara fingió una risa y le sacó la lengua con sarcasmo. 


- Okey. Señorita Samara, déjeme ver la tarea, supongo que terminó, que anda tan habladora. 
- Sois una rata… - le dijo ella, usando otro insulto maracucho, pero lo dijo con diversión – sí, ya casi termino – y volvió a escribir en el teclado.                               
                           
***


Alejandro había tenido que cancelar la ida a la casa de Samara. Su madre le había pedido verlo con urgencia, dado que esas peticiones no eran muy frecuentes, accedió. Samara se había mostrado comprensiva, aunque dijo que era una pena, porque pensaban invitarlo a tomar sopa de Mondongo. Otra comida popular en la región. Alejandro no la había probado, pero quizás, no fuera tan mala como parecía por el nombre. En todo caso, iba a la casa de sus padres, una quinta ubicada en la urbanización Las Virginias; una zona exclusiva en Maracaibo, estaba relativamente cerca del departamento de Alejandro. Era una propiedad nueva para la familia, de hecho, Alejandro solo había estado dos veces en esa casa, desde que volvió, antes de eso, en su infancia vivían en una casa enorme cerca del Lago, pero en la zona Sur de la ciudad, antes de que fuera absorbida por el crecimiento de la ciudad y proliferaran los barrios alrededor. 


Le inquietaba un poco que su madre le hubiera pedido verse en la casa familiar y no en algún restaurante. Su padre tenía pocas semanas de haber regresado de su viaje por Suramérica, pero ya se encontraba nuevamente de viaje, esta vez al centro del país, resolviendo un problema con las ensambladoras, Alejandro creyó que debía ir él personalmente, pero su padre llegó a tiempo para encargarse del asunto, en el cual tenía más experiencia y competencia. 


Al llegar a la quinta, fue recibido por los empleados y el encargado del estacionamiento. La casa tenía un modelo bastante estadounidense, casi parecía que estuviera en dicho país. Pero no, el calor le recordaba que seguía en Maracaibo. Al entrar en la casa, dos o tres empleadas más salieron a su encuentro, se preguntó por qué su madre necesitaba tanto personal en la casa; sí era grande, pero le parecía ostentoso tanto personal. 




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