Hojas en el Lago

Capítulo XXXVII

Santa Rosa de Aguas, era todo lo que Samara había dicho, un pueblo atrapado en el tiempo que se fundía entre el legado de una etnia ancestral y la “modernidad” del presente. Era casi inevitable pensar en aquel viaje de Américo Vespucio, que lo llevó a esa misma costa; Rodeado por manglares lado a lado, unas playas pedregosas y las filas de palafitos construidos sobre el agua, que se conectaba entre ellos por las caminerías. Las canoas de los pescadores, todo estaba allí, contemplaba Alejandro el pueblo y el Lago, desde la mesa donde esperaba al hombre con el que fue a hablar en un restaurante construido sobre el agua con madera de mangle y techo de esteras de enea. Como de costumbre estaba temprano para la cita acordada.  


Pensó, que si las cosas salían como él esperaba, volvería con Samara, a comer ahí y hablar de la gente del Agua. Ese pensamiento lo hizo sonreír. A los pocos minutos llegó el hombre que esperaba, uno de los líderes del movimiento MOCUPA, una organización encargada de promover la cultura Añú y su idioma de los cuales quedaban pocos hablantes. Pero, afortunadamente Ángel Ortega Finol, era de esos hablantes y no solo hablaba, también cantaba y recitaba las décimas, composiciones musicales y poéticas de los añú, en su lengua madre: El Añunnükü. 


Ángel Ortega, tenía los ojos rasgados y la piel morena, un cabello lacio y negro como el carbón, pero a diferencia de Alejandro era moreno y de menor estatura, tendría quizás 30 y algo, rumbo a los 40. A Alejandro nada le extrañó que compartieran el mismo apellido, ya que como Samara le explicó, los Ortega eran de Santa Rosa. Después de la breve presentación, ordenaron el almuerzo y Alejandro se dispuso a explicar lo que quería hacer y la razón por la cual necesitaba de él. 

*** 


    Samara se graduó a principio de agosto, como summa cum laude, máximo honor académico. Su toga y birrete eran de color blanco y Alejandro había acordado con Sofía que la haría usar el vestido rosado que le regaló. Esperar a ese día fue un suplicio, pero, menos doloroso que el mes anterior. El optimismo que lo embargaba se notaba en todo. Incluso ver a Samara en las últimas clases lo llenó de alegría y no de dolor. El acto de grado comenzó a las dos de la tarde y se hizo en el Aula Magna de la URU; la enorme construcción blanca en forma de abanico. Casi desde esa hora Alejandro había estado finalizando los últimos detalles para lo que se disponía a hacer y estuvo en la vereda desde la cinco de la tarde. El peso de lo que se haría, caería principalmente en Sofía que debía convencer a Samara de ir hasta la banca. Cerca de las seis, Sofía le envió un texto diciendo que se disponían a salir y que si Samara iría hasta la banca. Su corazón parecía a punto de salirse de su pecho, o arreglaba su relación con Samara o terminaba de estropear todo. Rogaba porque fuera lo primero. A las seis y quince, Sofía le dio el aviso de que ya estaban en la banca. 


Alejandro miró al grupo de hombres que lo acompañaban con sus instrumentos musicales, sus pies descalzos y sentados en las canoas. El atardecer maracucho, despuntaba con color y bañaba las aguas del lago de ese mismo color. Les indicó que se pusieran en marcha, estaban a solo dos minutos de la banca. Se habían escondido en un recodo del parque, donde Samara no alcanzara a verlos.  


Cuando se acercaban, vio como Samara se dio la vuelta, aparentemente Sofía la llevó con el engaño de tomarse unas fotos y había otros allí, aparentemente haciendo lo mismo. El rostro de Samara al notar que era Alejandro fue una poesía, tantos sentimientos se mostraron en su rostro que Alejandro sentía que la emoción lo embargaba, pero no flaqueó y la música comenzó a sonar cuando llegaron delante de Samara. El tambor, la flauta y el furruco iniciaron su son y Ángel entonó los primeros versos: 


- PÜTÜMAATA, KEICHI, PÜTÜMAATA 
- ¡LUNA, LUNA NO TE DUERMAS! – Entonó su acompañante en español. 


Y en un dúo cantaron los versos del relato de cuando el Sol y la Luna se amaron en la Laguna, alternadamente en añunnükü y en español.   


El corazón de Alejandro latía al ritmo de los instrumentos, mientras veía como a Samara se le llenaban los ojos de lágrimas; estaba tan hermosa ese día. Muchos se habían congregado a mirar el espectáculo, aparte estaba la señora Sandra y Sofía, pero para Alejandro solo estaban ellos dos y los músicos. Antes que terminara el relato, usó la baranda de La Vereda para saltar de la canoa a la orilla. Y se paró al frente de Samara, al terminar la canción le dijo: 


- Si el sol y la luna pudieron amarse, ¿Por qué nosotros no? – los ojos de ella brillaron con comprensión. Era la frase de su carta.  
 

Se arrodilló, sacó del bolsillo la pequeña cajita que contenía un sencillo anillo plateado, pero que brillaba como la luna y le dijo:  


- Keshi, Tachakiyatichi piya waaye (Luna, hoy quiero amarte, en añunnükü), HOY, MAÑANA Y SIEMPRE. Te ofrezco mi vida y mi corazón, pero si mi palabra no es suficiente también te ofrezco un contrato. ¿Te casarías conmigo? 

- Pero un día la Luna ya no pudo seguir ajena a los reclamos amorosos del Sol y, también deseosa de su encuentro, se embelleció como nunca. Al anochecer, su plateada luz parecía ser más brillante, llenando de magia y encanto la laguna. Cuando estaba en la plenitud de su paso disminuyó la marcha, permitiendo que el Sol al fin la alcanzara. Sí, Alejandro Ortega, yo también quiero amarte. 


Y cuando Alejandro tomó su mano para ponerle el anillo, Samara se arrodilló frente a él y lo abrazó. Mientras le decía al oído: 




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