Hojas en el Lago

CAPÍTULO XLIV

Los ojos del Guerrero  


Alejandro y sus acompañantes, se preparaban a volver, de una reunión que habían tenido en una comunidad de las bordeadas de la Circunvalación 3. Habían tenido un encuentro para terminar de ajustar una serie de actividades de ayudas sociales y planificación de proyectos con vecinos y emprendedores de la zona que se identificaban con la idea y acción, del que muchos, ya consideraban con una esperanza alentadora, el futuro gobernador de su estado. Cada reunión que lograba llevar a cabo Alejandro era una especie de fiesta comunal; era una alegría colectiva de la gente, viendo no a un político ni a un próspero empresario que se interesaba en los pobres; era algo mucho más grande que eso, lo sentían como uno más de ellos, era como ese hijo que vuelve a casa después de tiempo de haber estado fuera. 


Iniciaron la salida de la comunidad. Eso se había vuelto un proceso. Por un lado, la gente que se acercaba a saludar, a desear sus mejores deseos y los que nunca faltaban en un barrio maracucho, los brolleros que solo querían averiguar y comentar, la causa de todo aquel revuelo.  


Habían caminado los pocos metros que separaban el punto que había servido de reunión a la casa del vecino que había hecho amablemente el favor de guardar el vehículo donde se trasladaban Alejandro y su equipo. Subieron todos a la camioneta cerrada, tipo Van; Alejandro, el chofer, las tres mujeres y cinco hombres más que eran su apoyo en la realización de estas actividades. Iniciaron su partida de regreso a su casa para dar por concluido su día de actividades, como siempre, llegaban puntualmente, antes de la hora, pero la salida se estaba volviendo otra cosa, siempre se retrasaban un poco más. Ya se les estaba haciendo tarde; el abrigo de la noche ya cubría los últimos rayos de sol. Saliendo a la vía principal, inició la conversación: 


--Alejandro -le comenta el conductor-, hermano. La alegría de esa gente. De estar ahí con vos, escucharte hablar, sentirse acompañados por alguien que les ha devuelto la fe a tantos que ya perdieron la fuerza de creer, no te voy a mentir… Hasta yo, que ando p’arriba y p’abajo con vos, me sentía como uno más de ellos. Esas ganas… No sé, es algo tan especial, chamo. Veo a esos niños también y digo: ¿Cómo es posible, chico, que una cuerda de ratas pueda aprovecharse por tanto tiempo y engañar una y otra vez a una gente tan noble que lo que quiere es ser feliz? De pana, a mí no me gusta mucho la política; por gente así. Hasta ahorita sigo diciendo: La política sí es sucia…  


Alejandro lo miró y con gesto pensativo, rascándose la frente le dijo: 


- Por ese mismo motivo quiero dar el paso que voy a dar. Hay que devolverle a esa gente las ganas de vivir. Y a esas ratas, que dices, enseñarles el arte de gobernar; llevar las riendas de una región y brindar paz a la gente que da su confianza: eso es la política real; la política no es sucia. ¡Van a tener que aprender a ser políticos y a dejar de ser tan sucios! - declaró. 
- ¡‘Ojoda! Así es que se habla, chico. Aquí tenéis puros votos seguros -, gritó el jefe de la  comitiva de seguridad, desde la parte trasera de la Van en la que iban. Todos reían y disfrutaban la compañía de Alejandro. Desde que Alejandro comenzó a trabajar con los niños de Torito, su personalidad se había trasmutado, a una persona cálida y humana. Cuya compañía resultaba por demás grata.  


Se acercaban al Distribuidor Maisanta, antaño un estrecho pasadizo y ahora una de las obras de carreteras más modernas y bonitas de la ciudad, en esa zona tan distante, el punto en el que dejarían la Circunvalación 3 y tomarían la carretera en sentido este, hacia el centro. Cuando la camioneta donde se trasladaban se salió del camino. Un violento y estrepitoso choque los había lanzado hasta uno de los bordes de la carretera, cerca de un terreno solo y atestado de vegetación silvestre. 


¿Qué había sido aquello? La consternación y la fuerza del golpe los había dejado atónitos, pero no mal heridos. Lograron salir de la abollada camioneta, y mirando hacia la desolada carretera, divisaron un pequeño camión; el camión que los había impactado, esos que localmente conocen como 350. 


Justo detrás, se termina de detener una pequeña caravana, que la componían dos vehículos más. 


*** 


Minutos antes venían siguiéndolos a buena distancia, pero acercándose poco a poco en la importante avenida, ese día con menos tráfico de lo habitual. Los hombres que venían en la parte trasera de los automóviles daban las últimas afinaciones a las armas y el plan que se había trasado, mientras los hábiles conductores hacían los suyo acelerando frenéticamente la marcha y los comandantes de cada grupo desde el puesto del copiloto, realizaban la radiocomunicación entre ellos.

 
Eran los hombres que se disponían a terminar el trabajo que la cobardía de los adversarios políticos de Alejandro no haría ni en mil años. Un camión y dos camionetas con seis hombres cada una, armados y subvencionados por los grupos irregulares y mafias ligadas a los estratos más bajos de la política local que fue, y lamentablemente, seguía siendo el reconcomio y malestar de la población.  


Llegó el ocaso; murió la noche. 


*** 

Una vez, viendo que todos se encontraban relativamente bien. Notaron que los hombres comenzaban a bajar. Los primeros apercibidos fueron el chofer y dos más de los hombres que lo acompañaban. Como elementos de la seguridad personal de la Familia Ortega desde hacía años y el bagaje su curtida experiencia militar que no era poca, les hizo saber que la hora de la verdad había llegado. Un enemigo letal que los superaba ampliamente en número y potencia de fuego, con armas que, por su tipo y apariencia, sabían que procedían de las zonas semidesérticas del norte zuliano, en las que proliferan grupos armados paramilitares, hijos del conflicto armado del vecino país, Colombia y de los locales que vendían sus almas al mejor postor como meretrices guerrilleras por dominar las zonas en sus desaliñadas parcelas de poder. 




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