Despierto exaltada por el ruido. Me duele la espalda, no pude dormir en toda la noche de tanto pensar. Reviso mi teléfono. Apenas han pasado tres horas desde que logré conciliar el sueño. La música que suena es alegre, esta gente espera impaciente para poner sus canciones a todo volumen cada vez que pueden. Estornudo. Me levanto con pesar y recojo mi saco de dormir. La quincena anterior la gasté en algunas cositas sueltas que me hacían falta en la cocina, y en un sofá. Pequeño, pero necesario. Este suelo me está maltratando, hubiera comprado una cama, mas no me alcanzaba. Me niego a usar productos usados, se que son económicos, sin embargo no quiero arriesgarme a experimentar. Si desconfiaba en la gente de Mom, menos confío en los de acá, que tienen fama de aprovechados. Salgo del baño con el cepillo en la mano. Un escalofrío hace detener mis pasos. Esa música que suena la reconozco y me hace pensar en Daniel. El recuerdo feliz viene a mi memoria con el amargo sabor del anhelo. Justo esa es la última canción que bailamos, de las pocas veces que pudimos hacerlo.
Busco un paño pequeño para mi nariz. Entre el llanto, el estrés y dormir mal, creo que he enfermado. Pongo a calentar el agua mientras escucho la letra de la canción. ¿Por qué el sonido tiene que ser tan alegre y la letra deprimente? ¿Qué caso tiene? Mi nariz se alborota al sentir mis ojos aguados. Miro la hora, son las ocho de la mañana. Con mi malestar no quiero salir, pero supongo que será mejor opción que quedarme acá con tal escándalo.
Luego de arreglarme, comienzo con mi caminata de reconocimiento. Así le digo, me es costumbre salir a caminar todos los domingos para huir de las fiestas entre los vecinos. No falta mucho para que los demás pongan música, todo se vuelve una mezcla de ruidos. Suelo terminar con dolor de cabeza.
El sol pega fuerte. He agarrado un poco de color desde que llegué. No es algo que se note tanto, pero en las raíces de mi cabello se nota el cambio. Tomo asiento en una cafetería. La gente sigue con esa rara costumbre de pedir café, incluso en pleno mediodía. Y no entiendo como no sufren de calor. Un jugo estaría bien. Miro confusa el menú, no se que pedir para desayunar. Ya no me gusta comer dulces si no tengo compañía. Además, de que mi cuerpo no consume tanta energía, dando como resultado una panza que soy renuente a dejarla crecer. Ya con estas ideas se me han quitado las ganas de comer. Una terrible opción sería comenzar a hacer ejercicio con tanto calor, no aguanto el sudor. Es irritante. Al final pido un sándwich sencillo, porque necesito ingerir cualquier cosa.
Recibo un mensaje de Enrique. Es común que me escriba. Logra sacarme una sonrisa con una imagen graciosa que me ha enviado. Dejo el teléfono en la mesa. No puedo parar de pensar en Daniel. Aunque me escriba otro, cada vez que sonrío, me acuerdo de él. Vuelvo a tomar mi teléfono, capturo una foto de la calle que tengo enfrente. Tiene esa esencia que a él le gusta, se la envío. Mis mensajes no le llegan, y eso no ha sido un impedimento. Ahora se convirtió en un ritual casi diario, donde me desahogo, como si hablara con él. «¿Te imaginas caminar por esta calle y morirte derretido?, por el sudor, claro» escribo y envío. Debería hacerle caso a Reina, y buscar ayuda de un psicólogo.
Estoy cansada de caminar. Quisiera volver a casa, pero la guerra de canciones me hace dudar. Entro a una tienda de muebles. Siempre que veo una, entro a mirar los precios de las camas, con la esperanza de encontrar una oferta. No puedo dormir de noche al no dejar de sacar cuentas. Hay tantas cosas que comprar para sentirme cómoda. La ansiedad de no tener un futuro claro me hace cuestionarme todo y replantear cada día cuál es mi prioridad. Sin contar que los gastos en comida se han vuelto elevados porque como en la calle. ¿Con qué ánimo o ganas regreso directo a la cocina, si no tengo utensilios y hago todo en una hornilla que dura mil siglos en calentar? ¿Comprar o buscar otro alquiler? Suspiro. Como me encantaría tener una tarde despreocupada, donde no tenga que pensar en nada de esto. Una de esas tardes. Detengo mis pasos. Los muebles se ven tan cómodos, ojalá pudiera dormir aquí.
Regreso a casa con helado y galletas. Otro arranque de tristeza. Después de pelear en mi mente, que no debo hacer estos gastos, aquí estoy de nuevo. El edificio está colapsado de gente. Por supuesto, cada vecino invita a todo el que se cruce. Entro en la ducha, trato de ignorar el ruido. Ahora tomo una manta, me acurruco en el sofá, con los auriculares puestos y mi helado, lista para ver una película.
Miro el techo, perdida entre la variedad de música que suena desde diferentes lugares. Repaso la lista de deberes que tenía en casa. Ya lleve la ropa a la lavandería. Quizás, pueda limpiar un poco el polvo. Vuelvo a colocarme los auriculares. No suelo escuchar música, pero en esta ocasión necesito cualquier cosa que me sirva. Pongo una lista de reproducción aleatoria, una que tenía guardada en el teléfono. Tomo el cepillo de barrer y lo paso por todas las esquinas. No quiero que se acumulen las telas de araña. Acerco el sofá hasta la cocina. Y como puedo me apoyo para limpiar las repisas. Estas canciones que escucho me recuerdan mucho a cuando iba en el coche de Daniel. Las escuché en repetidas ocasiones. En algunos momentos me parecían pesadas, pero justo ahora, calzan perfecto con mis sentimientos. Una mezcla extraña entre rabia y libertad. Mientras limpio meneo la cabeza de un lado a otro, y sonrío al disfrutar de los recuerdos.
He terminado con la limpieza. Me siento en el sofá, a seguir escuchando la lista de canciones. Cierro los ojos, con facilidad me transporto. Te recuerdo con tanta claridad. Canto la letra con dolor. Y sigo al cantante hasta en los gritos que realiza. «Incluso si tengo que morir por ti» repito con afán. Estoy dispuesta a quedarme ronca. Porque te extraño, y quisiera volver a cantar esta canción a tu lado, como aquella vez.