El sonido de la corriente se ha vuelto relajante. Al principio solo era ruido para mis oídos, molesto e incesante. Pero Daniel me convenció de cerrar los ojos, con mucha calma y meditación logré escuchar más. Los pájaros cantan, el eco en el bosque se repite, el sonido se apaga en la distancia. El río no se detiene, y el agua se escucha en todo momento en su camino, eclipsando el resto, como si ocultara algo. Así se siente mi mente gran parte del tiempo. Ruidos de los que quiero huir, pensamientos que no se van y se vuelven pesados. Quizás pueda hacer lo mismo, tratar de escuchar lo que se oculta en el fondo. ¿Que hay ahí escondido? Miedos, algunos traumas que se han vuelto evidentes; pero él, que mira el cielo con la seguridad que siempre ha mostrado. Quien no parece derrumbarse, se mantiene en pie y sigue. Perder a Daniel me genera un miedo profundo, pero saber que en algún momento va a decaer, también me abruma y agobia. Tengo que ser fuerte y objetiva, por él y por nuestro futuro juntos.
—¿Lo planeaste todo, no es así? —pregunto, mientras él conduce y escuchamos música.
—No, me conseguí el anillo en la tienda anterior al hotel y se me ocurrió hacerlo. —Se ríe.
—Que gracioso —digo con desprecio, su risa se torna más ruidosa.
—Debo admitir —recupera el aliento—, que te ves hermosa hasta cuando te molestas.
—Seré feliz solo porque me estás contagiando con tu sonrisa, no por tus comentarios.
—Te amo, lo sabes. —Miro a la ventana, insinúo no escucharlo. Me pone nerviosa que sea directo y sincero, aunque me encanta que sea así.
Gira y espera un minuto estacionado delante de un portón. Hemos llegado, esperamos a que nos abran. El lugar es inmenso, y antes de llegar a la casa principal hay mucho terreno. Sus abuelos estuvieron a punto de vender esta propiedad, de hecho, para pagar los estudios de Santiago, el papá de Daniel, vendieron una pequeña parte. El sacrificio valió la pena, pues el hijo se esforzó lo suficiente para ganar un buen sueldo y renovar la hacienda por completo, aunque le tomó varios años. Una pena que sus abuelos ya no estén, me hacía ilusión conocerlos a ellos, no al resto de su familia. Acá viven sus padres, y en la casa de al lado vive su hermano con su esposa y sus dos hijos, ellos son veterinarios, por lo cual les vino bien la mudanza. Pero a Daniel lo mandaron lejos, con una casa por lo menos. Pero según me comentó, se la compraron luego, cuando lo visitaron y le insinuaron que ya le tocaba tiempo de formar una familia. Y mira cuanto tiempo ha tardado en comenzar con ese plan.
Sale una señora a recibirnos. Intuyo que es su mamá, esperaba verla con el cabello negro pero no, es blanco. Su semblante es serio e intimidante, la intuición me hace mantener la espalda recta. De pronto me siento atenta a cada movimiento, como si me fuera a regañar por tener mala postura o malos modales.
—¿Por qué no avisaste que traías compañía? —pregunta, sin saludar.
—¿Porque no sería una sorpresa? —dice Daniel, quien va directo a la parte de atrás del coche a buscar las maletas—. ¡Sorpresa! —ríe, pero para mí es incómodo, intento sonreír, mientras la señora me mira de arriba a abajo.
—Hola —digo nerviosa, nunca pensé que alguien podría matarme con la mirada.
—Danna —se acerca con la mano extendida.
—Karen.
—Disculpa al insolente, parece que ha olvidado sus modales. —Me sujeta los hombros—. Ven pasa, déjalo desempacar.
—Mamá, qué dramática.
Nos adentramos en la casa, dejándolo solo.
—¿Y esta joven? —Un señor se interpone en nuestro camino. También luce anciano, lleno de canas.
—Karen, Santiago. La novia de Daniel, me parece, si no es que eres algo pasajero. —Vuelve a mirarme de abajo a arriba, ¿acaso luzco mal?
—No creo…
—No, de hecho nos vamos a casar. —Entra Daniel, sus padres lo miran incrédulos, hasta yo me uno. Me lo ha pedido apenas hoy en la mañana y no me parece el momento más adecuado para anunciarlo todavía.
—Hijo, felicidades —sonríe—. Bienvenida a la familia Karen —me abraza. Luego lo abraza a Daniel.
No sé si la casa es pequeña, o sólo lo siento así, porque todo el espacio a mi alrededor parece haberse reducido. Necesito tomar aire, pero la presencia de Danna, quien se mantiene en silencio a mi lado, me deja paralizada.
—Ya era hora —dice al fin, con tono de amargura.
—Yo también me alegro mamá —se acerca a abrazarla.
Doy dos pasos hacia atrás, para que Daniel pueda verme, y la seña que se me ha ocurrido hacerle es que me corto el cuello. Cosa que no ayuda, pues escupe de la risa.
—¡¿Pero qué haces?! —su madre lo empuja y yo me tapo la boca para ocultar la sorpresa—. ¿Se te han freído las pocas neuronas que tenías?
—Lo siento… —respira con dificultad—. Es que me ha dado alergia.
—Deben de estar cansados… —Danna se sacude con obvia molestia.
—Por qué no van al cuarto a ducharse, nosotros les avisamos para cuando esté la comida.
—Como no avisaste, no pudimos preparar el cuarto de visita, supongo que una cama individual no les será molestia. —Vuelve a mirarme mal, ya esto es manía.
—No esperaba menos —dice, provocándola.
Como quisiera volver a hacerle la seña.
Apenas entramos al cuarto, dejamos salir la risa. No puedo ni moverme, de lo privada que estoy, pero él, toma asiento en la cama y se oculta la cara. Puedo jurar que lo acabo de ver rojo de vergüenza.
—¿Estás loca? —pregunta. Todavía me cuesta respirar—. Lo sé, te vendí, no debía haberte dejado expuesta pero… ¿me creerías si te dijera que me puse nervioso?
—Te creo. —Suspiro—. Quedas perdonado, después de hacer el ridículo te lo mereces.
—Gracias, nunca le había escupido a mi madre. Era como un deseo en mi lista.
—Tú no tienes lista. —Le suelto un golpe en el brazo.
—Debería tenerla, parece fascinante.
Ignoro el sarcasmo. Camino de un lado a otro inspeccionando el cuarto. Una estantería llena de juguetes, libros para colorear. Una cama tendida con estampado de cohetes.