Identidad prestada

Capítulo 14 El hombre en el que me convirtió

Después de acordar los términos de la contratación con la enfermera que estará asistiendo a mi esposa, la invito a acompañarme. Al salir del despacho, me encuentro con mi ama de llaves. La expresión de su rostro me indica que hay un asunto urgente al que debo prestarle inmediata atención.

―Señor, su hermana acaba de llegar a la casa.

Mis músculos se tensan.

―¿En dónde está?

Mucho me temo que sé la respuesta.

―Con su esposa.

Carajo. Mi hermana y ella nunca se han llevado bien.

―Señora Vegas, acompañe a nuestra nueva huésped a su habitación para que se instale ―giro la cara y esta vez le hablo a la enfermera―. La llevaré a conocer a mi esposa en cuanto sea el momento indicado.

Sin más dilación, me dirijo a toda prisa a la habitación de mi esposa para evitar que inicie el Armagedón. A pocos metros puedo oír sus gritos. Abro la puerta. Ambas dirigen sus miradas en mi dirección.

―¿Qué está pasando aquí?

Mi hermana no disimula su molestia. En cambio, para la mayor de mis sorpresas, Susana sonríe de una manera encantadora. Como si la menor de nuestro linaje no la incomodara.

―Nada, cariño. Solo estoy conociendo a la familia.

Entrecierro los ojos. Aquella respuesta me causa suspicacia. Cada vez que ellas se encontraban, era necesaria mi intervención antes de que se fueran a las manos. Tanto, que limité las visitas de mi hermana para evitar confrontaciones, sobre todo, cuando me entré del embarazo de mi mujer.

―¿Este es el motivo por el que has estado ignorando nuestras llamadas? ―me reclama Aurora bastante enfadada―. ¿Vuelves a poner a esta mujer por encima de nosotras?

Inhalo profundo.

―Necesitamos hablar, Aurora. Por favor, acompáñame.

Cruza los brazos sobre su pecho y eleva su barbilla con actitud altanera.

―¿Qué vas a decirme que ya no sea evidente? ―gira la cara y observa a mi mujer con antipatía―. Ya ella está aquí, ¿no es así? ―vuelve a mirarme―. ¿Con qué mentiras logró convencerte?

Mi paciencia llega a su límite. La tomo del brazo, la obligo a abandonar la habitación y la llevo a mi oficina para aclararlo todo con ella. Protesta y vocifera con enojo sin parar y da pataletas durante todo el camino. Ingresamos a la oficina y cierro la puerta con seguro. No saldrá de aquí hasta que me escuche.

―¿Puedes intentar calmarte y escucharme con atención?

Decide mantenerse en sus trece.

―¡No tienes sangre dentro de tus venas! ―elevo la mano y aprieto el puente de mi nariz―. ¡Esa cualquiera siempre se sale con la suya!

―¡Basta, Aurora! ¡No voy a permitir que te refieres de esa manera a mi mujer!

Suelta un jadeo y me mira impresionada.

―¿La defiendes después de todo lo que te hizo?

Inhalo profundo.

―Es mucho más complicado que eso.

Señalo con mi mano hacia la silla del frente.

―Siéntate, por favor, y hablemos.

Abandona su actitud desafiante y se sienta.

―No vas a convencerme tan fácilmente.

Sonrío con ironía.

―No tienes idea, ratoncita ―uso el mote por el que suelo llamarla―. Te prometo que vas a cambiar de parecer.

Me mira con los ojos entrecerrados.

―¿Cambiar de parecer? ―niega con la cabeza―. Nunca en esta vida.

Dejo de darle vueltas al asunto y voy directo al grano.

―Susana perdió la memoria ―pierde la expresión de su rostro―. No recuerda nada de su pasado.

Se pone de pie rápidamente.

―¿Cómo que perdió la memoria?

Suspiro con resignación. Me acomodo en mi silla detrás del escritorio y la miro con una intensidad que predice que, después de que le cuente lo que está pasando, cambiará de actitud.

―Se golpeó la cabeza y, al parecer, el trauma le provocó pérdida de memoria temporal ―parpadea con incredulidad―. Ni siquiera recuerda su nombre, no recuerda absolutamente nada sobre ella, ni su familia.

Se queda callada durante algunos segundos, mientras digiere lo que acabo de contarle. Se ve pensativa, desconcertada, realmente sorprendida. Hasta que algo parece iluminar sus pensamientos.

―¿Y si esto no es más que una treta de esa mujer? ―agudiza su mirada―. Quizás esté fingiendo, Emiliano ―apoya las palmas de sus manos sobre el escritorio―. Esa mujer sería capaz de hacer cualquier cosa para salirse con las suyas ―niega con la cabeza―. No me cabe la menor duda de que, Susana, regresó por algún motivo de fuerza mayor ―comenta con tanta seguridad que, por un momento, me lo creo, pero hago desaparecer mis dudas de un manotazo―. Tenemos que desenmascararla, no podemos permitirle que vuelva a hacernos daños, mucho menos a los niños.

Mi corazón se tambalea sobre la cuerda floja con aquel último comentario. Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo, que había olvidado la parte más importante de esta ecuación. Nuestros hijos. Susana nunca mostró interés por ellos, no se comportó como una madre debería hacerlo con sus hijos. Todo lo contrario, los rechazó desde que supo que estaba embarazada. Y, después de dar a luz, jamás se dignó a conocerlos. Pasó de ellos como si fueran nada más que una pizca de polvo en el viento. Los ignoró a conciencia, se desentendió de ellos con suma facilidad. Actuó como una mujer fría, cruel y despiadada a quien no le importaba nada más que ella misma.




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