Identidad prestada

Capítulo 28 Una madre para mis hijos

No entiendo por qué me duele tanto esta decisión. Esa mujer es una desconocida en mi vida, una impostora que está ocupando el lugar de mi esposa. Sin embargo, hay una presión dentro de mi pecho que no me deja respirar. Con pasos decididos me dirijo a mi despacho. Necesito un trago, esto ha sido demasiado para mí. Ingreso a mi oficina y camino directo hacia el mueblebar. Me sirvo un trago y me lo bebo de un tirón. Dejo el vaso con un golpe demasiado brusco sobre la mesa, que por poco lo hago pedazos. Apoyo las palmas de las manos en la superficie y dejo caer mi cabeza.

―¿Por qué siento que estoy a punto de cometer la peor equivocación de mi vida?

Inhalo una bocanada profunda de aire. Tengo muchas dudas con respecto a lo que debo hacer y ninguna de mis opciones parece tan sencilla como lo suponía. Me sirvo un nuevo trago y me dirijo hasta mi escritorio. Tiro de la silla y al sentarme siento como si mi peso corporal se hubiera duplicado. ¡Bendito sea Dios! ¿Quién, en su sano juicio, se iba a imaginar atravesando por una situación tan inverosímil como la mía?

Recuesto mi cabeza en el respaldo de la silla y me quedo mirando hacia el techo. Hago un repaso de todo lo que sucedió desde el momento en que vi, a la que se suponía era mi esposa, montada en el taxi. Estaba tan cegado por mi deseo de venganza que ni siquiera me percaté de los detalles. No fue sino hasta el día que despertó en el hospital, que me di cuenta de lo diferente que se veía. Rara vez vi a Susana sin una gota de maquillaje en el rostro, pero ese día que la aprecié en su estado más natural, me pareció ver a la mujer más hermosa de este planeta. Sus ojos me veían de una forma como nunca antes lo hicieron. Incluso, su sonrisa era diferente; más humana y sincera. Pero lo que me dejó sin aliento fue su dulzura y la forma en que me besó la primera vez que nuestros labios se unieron. Había alma, corazón y sentimientos involucrados.

Sin darme cuenta, alzo la mano y deslizo los dedos a lo largo de mis labios. No quiero caer en comparación, pero ese beso fue distinto a cualquier otro que haya experimentado en toda mi vida. Los besos de Susana eran apasionados, bruscos y feroces. En cambio, los de Evangelina, son tiernos, románticos y dulces.

―¡En qué demonios estoy pensando! ―me recrimino a mí mismo al darme cuenta de la dirección que están tomando mis pensamientos. Tomo el vaso de la mesa y me bebo el resto del contenido de un solo tirón. Meso mi cabello con frustración. Por más que quiera evitarlo, no puedo dejar de pensar en los besos que nos dimos, ni en la noche de pasión que ambos compartimos juntos. ¿Qué me está pasando? Me levanto de la silla y cruzo la habitación hasta detenerme frente a la ventana―. ¿Qué me estás haciendo, Evangelina? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti?

Cierro los ojos e inhalo una bocanada profunda de aire. Ella y mi esposa son físicamente idénticas, pero sus personalidades difieren en su totalidad. Evangelina es dulce, cariñosa, amorosa, detallista y atenta, mientras que, Susana, posee un compendio de cualidades que tienden a confundirme. Sí, cuando conocí a mi esposa, me enamoré de la mujer que ella representaba. Era hermosa, sexi, pícara, sensual y apasionada. Tenía todo lo que un hombre busca en una mujer. Bueno, era lo que yo creía que quería. Al principio, nuestra relación marchó como era de esperarse, pero, con el tiempo, las cosas fueron cambiando. Los primeros dos meses transcurrieron como una vorágine. Todo fue muy rápido y precipitado. Me dejé llevar por su personalidad explosiva, por su encanto y por su belleza. Al cuarto mes ya le había propuesto matrimonio. Pensaba que había encontrado a la mujer de mi vida, pero todo fue una quimera. Tres meses después, se había convertido en mi esposa. Los primeros meses de matrimonio fueron maravillosos. Viajamos por el mundo y compartimos momentos inolvidables. Todo parecía normal hasta que quedó embarazada. A partir de entonces, se convirtió en otra persona. Quizás siempre fue la misma, pero estaba tan ciegamente enamorado que no quise darme cuenta.

Kevin y mi hermana me lo advirtieron. No se cansaban de decirme que no confiara en la mujer con la que había decidido compartir mi vida, pero decidí ignorarlos. Mis padres nunca intervinieron en mi relación, pero no había que ser muy inteligente para darse cuenta de que ellos tampoco estaban de acuerdo con mi decisión de casarme con ella. Me dejé arrastrar en el nombre del amor, a pesar de saber que ella no me amaba, como pensaba que lo hacía. Creía que con que yo la amara era suficiente. ¡Qué imbécil fui! Susana solo amaba su libertad, mi estatus social, el poder de mi apellido y las comodidades que mi fortuna podía brindarle.

Un par de toques a la puerta me obliga a abandonar mis pensamientos.

―Adelante.

Ni siquiera me doy la vuelta.

―Señor, lamento interrumpirlo, pero tenemos un pequeño contratiempo con los niños.

La mención de mis hijos me hace girar rápidamente.

―¿Qué sucede con ellos?

La pregunta sale con más rudeza de lo que pretendía.

―Están muy inquietos ―me indica con la voz temblorosa―. Ninguna de nosotras ha encontrado la manera de tranquilizarlos.

Abandono la habitación con pasos precipitados. Subo los escalones de dos en dos y atravieso el corredor en un santiamén. Se me parte el corazón al escucharlos llorar con tanta angustia. Abro la puerta e ingreso a la habitación a trompicones.

―No sé qué les sucede, señor ―me indica la señora Vegas al verme entrar―. No han dejado de llorar desde que despertaron.




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