El beso aún late en mi boca, no como un fuego, sino como un refugio. Evangelina baja su mirada después del primer contacto, apenas rozando sus labios con los míos, como si tuviera miedo de abrir los ojos y descubrir que esto no ha sido real. Ahueco su rostro entre mis manos y acaricio sus mejillas con las yemas de mis pulgares.
—Ven conmigo, cielo.
Ella no pregunta adónde. Solo asiente en respuesta. Me dirijo hacia el balcón del ala norte, ese que nadie usa desde hace meses. Enciendo las luces cálidas, coloco un mantel sobre la pequeña mesa redonda, dos copas y una botella de vino que no recordaba haber estado guardando para algo, hasta hoy. No la pierdo de vista ni un solo segundo. Lleva puesta una blusa de algodón y el cabello suelto. Nada de eso debería parecer especial, pero para mí, la forma en que la brisa juega con sus mechones, es suficiente para convertir esa escena en algo sagrado. Tiro de la silla y la invito a sentarse, me siento frente a ella. No hay prisa y tampoco hay necesidad de fingir.
—Pensé muchas veces en cómo sería esto —le digo al servir el vino—. Pero nunca imaginé que dolería tanto llegar hasta aquí.
Ella me mira con una ternura contenida.
—Yo tampoco creí que un amor así tuviera que doler tanto para ser real.
Tomo su mano sobre la mesa. No de forma posesiva, sino con agradecimiento.
—Y, sin embargo, aquí estás.
Sonríe, con la mirada húmeda.
—Aquí estoy. A pesar de todo. O quizás… por todo.
Respondo con una sonrisa sutil.
—¿Y sabes qué es lo más loco?
La emoción no me cabe en el pecho.
—¿Qué?
Pregunta, verdaderamente interesada. ¿Cómo nos hice esto? ¿Cómo fui capaz de cometer la estupidez de alejarla de mí?
—Que hoy, cuando Kevin me preguntó qué haría si Susana volviera ―niego con la cabeza―, no supe qué decirle. Pero ahora lo tengo claro.
Nunca he estado más seguro de algo en toda mi vida.
—¿Qué harías?
Me mira expectante, mientras espera mi respuesta.
—Le diría que alguien ocupó su lugar ―respondo sin ningún ápice de dudas―, y lo llenó mejor de lo que ella pudo jamás.
La emoción que expresa en su rostro es indisimulable. Cierra los ojos apenas un instante, como si necesitara procesar que, al fin, todo esto es suyo. Que Susana ya no tiene cabida entre nosotros.
***
La cena fue sencilla: pan con aceite de oliva, algo de queso, un pequeño estofado que la señora Vegas dejó para calentar. No es mucho lo que conseguimos comer y, no es por falta de hambre, sino porque lo único que deseábamos era mirarnos, hablar sin prisas y conocernos el uno al otro desde el alma, no desde la historia que nos había traído hasta aquí. De un momento a otro, Emiliano se pone de pie lentamente y me tiende su mano.
—Baila conmigo.
Lo miro confusa.
—Aquí no hay música.
Le aclaro, porque no sé qué es lo que intenta hacer.
—No necesito música para saber dónde quiero tenerte.
Mi boca se seca y cada latido de mi corazón sucede casi a trompicones. Suelto una risa suave y me dejo llevar. Y, en medio del silencio nocturno, bajo la luna que se cuela entre los árboles del jardín, bailamos. Apoya su frente sobre la mía y cierra sus ojos.
—No te vayas nunca, Evangelina.
Susurra en voz baja, dejándome sin aliento con aquella solicitud tan inesperada. Apenas si puedo articular palabras. Cierro los ojos y le respondo.
—No mientras sigas mirándome de esa manera.
***
Regresamos a la casa en silencio, caminando uno al lado del otro. Pero esta vez no es un silencio doloroso, sino uno lleno de significado. Hemos cruzado una línea invisible y ahora caminamos en tierra compartida. Evangelina sube los últimos escalones descalza, deslizándose suavemente sobre la madera como si no quisiera romper la magia de la noche. No puedo dejar de mirarla. Cada gesto suyo es distinto, más abierto y real. Al llegar al pasillo nos detenemos frente a la puerta de la habitación de huéspedes. La que ha estado ocupando desde que llegó a esta casa. Gira su cara y me mira cuando sus dedos tocan el picaporte. No digo nada, porque las palabras sobran en este momento. Me acerco despacio, como si temiera que, de un momento a otro, pudiera desaparecer. Finalmente, le tiendo mi mano.
—Esta noche… —susurro en voz baja—. No quiero que vuelvas sola a este cuarto.
Ella me mira con un temblor en sus labios, pero no retrocede.
—No quiero volver a estar lejos de ti, Emiliano.
Responde con un tono de voz tan bajo que apenas puedo escucharla. Abre la puerta de su habitación y me invita a entrar. No hay palabras urgentes ni ropa arrancada con desesperación. Solo hay caricias lentas, dedos que reconocen nuevos caminos en pieles conocidas. Miradas que hablan con respeto y admiración. La despojo de cada capa con ternura, como si desnudara su historia y no solo su cuerpo. Ella me toca con reverencia, como si supiera que, a pesar de mis temores, de mi miedo al amor, acabara de ofrecérselo por completo. Una vez que nuestros cuerpos se unen, es como si todo los demás dejara de existir. No hay mentiras ni pasados, solo somo nosotros mismos.