Identidad prestada

Capítulo 41 Una promesa indestructible

Tres semanas después

La mañana avanza con la serenidad de los días en los que parece que todo está bien. Termino de alinear las tazas en la alacena, mientras Carmín dobla mantitas con los niños gateando por la alfombra. Todo parece en su sitio, hasta que se escucha el sonido metálico de la puerta abriéndose desde el recibidor.

—¡Señora Rosalba!

Anuncia Soraya, con una mezcla de alivio y emoción. Había olvidado por completo que Rosalba regresaba este día. Dejo las pinzas sobre la encimera y me asomo al pasillo. Allí está ella, la antigua niñera de los mellizos, bajita, con sus ojos oscuros, más tristes, pero cálidos que nunca. Lleva una bufanda mal anudada y una bolsa de papel en la mano. Apenas cruza la puerta, deja la bolsa en el suelo y se dirige directamente hacia mí, con los ojos brillantes.

—Bienvenida a casa.

La saludo con una sonrisa sincera. Ella se acerca y me abraza con fuerza, apretándome unos segundos más de lo esperado.

—Quiero pedirle disculpas por lo que sucedió en el hospital ―¿hospital? ―. No era mi intención incomodarla. Espero que su amiga esté bien.

Me quedo completamente inmóvil. El corazón me da un vuelco y una gota fría de sudor recorre mi espalda. ¿De qué amiga está hablando?

―Lo siento, Rosalba, pero no comprendo nada de lo que estás diciendo.

Me mira con los ojos entrecerrados.

―¿No lo recuerda? ―niego con la cabeza―. Fue un par de días después de que mi esposo fue hospitalizado ―mis piernas de repente se sienten débiles―. La vi sentada en una de las bancas del patio interno. Me sorprendió verla allí, tan angustiada y devastada, que pensé lo peor. Por fortuna, no fue nada relacionado con los niños.

Siento que el piso bajo mis pies se sacude. Susana. Tuvo que tratarse de ella.

―Oh, claro. Lo recuerdo…

Mi voz se quiebra al decirlo. Ella no parece advertirlo de inmediato, porque su mirada está puesta en los alrededores, como si estuviera reencontrándose con una vida que estuvo en pausa. Vuelve a poner su atención en mí.

—Solo que… —añade entonces, con su voz vacilante—. Me disculpa si esto suena raro, pero… usted se ve distinta. No parece la misma persona con la que me encontré aquella noche.

Contengo el aire.

—¿Distinta?

Inhala profundo, antes de responder.

—No lo sé —responde, apretando su bolso—. No me malinterprete, es solo que… cuando estuvimos en el hospital, sentí que estaba hablando con otra persona ―me mira como si estuviera buscando alguna grieta por donde colarse―. Era más callada y más seria. Incluso un poco fría ―los latidos de mi corazón se detienen―. Usted, hoy… se ve más… viva.

Me tenso por dentro, pero encuentro el valor para forzar una sonrisa tímida.

—He tenido días difíciles. Quizá estaba distraída.

La expresión de su rostro se suaviza.

—Sí, claro… claro —dice, aunque algo en su voz indica que la duda ha echado raíces―. Pero me alegra mucho verla bien.

Con una última sonrisa cordial, se aleja para reencontrarse con los niños. Permanezco allí, inmóvil, sintiendo que mi mundo comienza a resquebrajarse.

***

No sé por qué, pero he estado sintiendo que algo va mal. Una vez que ingreso a la casa, dejo mi portafolio en la mesa y le pregunto a mi ama de llaves por mi mujer. Es extraño que Evangelina no haya salido a recibirme. Lo ha hecho una costumbre desde que nos reconciliamos.

―Ella está en su despacho, señor.

¿En mi despacho?

―Gracias, señora Vegas.

Con paso apresurado, me dirijo hacia mi oficina con el corazón latiéndome a mil por hora. Abro la puerta y, lo que veo, me pone en alerta. El estudio está en penumbra, apenas iluminado por la lámpara de lectura sobre el escritorio. Ella está sentada en el mueble, tan distraída y ensimismada, que ni siquiera me nota llegar.

―¿Qué ocurre, Evangelina? ―me acerco en dos zancadas, me siento a su lado y tomo sus manos entre las mías. Están tan frías como témpanos de hielo―. ¿Por qué estás tan callada?

Gira su cara al escuchar mi voz. Parpadea un par de veces antes de mirarme como si fuera una aparición fantasmal.

―Rosalba regresó hoy.

Susurra con voz temblorosa. No sé qué tiene que ver esto con nuestra niñera, así que le pregunto.

―Lo sé, cariño. Ambos estábamos conscientes de que ella regresaría. ¿Cierto?

Niega con la cabeza.

―Es que ella me dijo que se encontró conmigo en el hospital cuando su esposo estuvo hospitalizado ―un par de lágrimas se deslizan por su rostro―. Esa no era yo ―suelta un sollozo―. Esa mujer era Susana. ¿Entiendes lo que eso significa?

Un denso escalofrío recorre mi espina dorsal. Mi rostro palidece ante la amenaza que se cierne sobre nosotros. Sobre mi familia. El miedo que por un instante paraliza todo mi cuerpo, se convierte en determinación.

―¿Estás segura?




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