Identidad prestada

Capítulo 72 Soltando el peso del pasado

La habitación está en penumbra, los forenses ya se han marchado y el cuerpo de Susana ha sido retirado, pero el aire sigue cargado de tragedia. Eliza y yo permanecemos en silencio, observando la caja fuerte que encontramos abierta detrás del armario. Dentro, hay más que documentos. Hay una historia. Me arrodillo y comienzo a revisar el contenido. Eliza se acerca, con guantes puestos, y juntos sacamos las piezas de un rompecabezas que nadie más debe ver.

—Cartas —murmuro, al leer los primeros párrafos—. Todas dirigidas a Rafael Santori.

Eliza toma una de ellas; la caligrafía es delicada, pero errática. Algunas frases están tachadas, otras repetidas. El tono cambia de amor apasionado a desesperación.

—Estas notas… —dice Eliza, hojeando un cuaderno—. Son fragmentos de pensamientos ―hace una pausa―. De delirios y confesiones ―eleva la mirada y me mira con intensidad―. Susana estaba perdiendo la razón, pero, aun así, su amor por él era real.

Saco una pequeña caja de madera. Dentro, hay fotografías de Rafael y Susana juntos en hoteles y en cenas privadas. En una de ellas, él la besa en la mejilla mientras ella sonríe con los ojos cerrados.

—Esto es irrefutable —digo, con el rostro tenso—. Si esto sale a la luz, se desmorona todo. El senador, su familia, el partido… el país.

Eliza asiente, sin apartar la vista de las pruebas.

—Y no solo eso ―agrega―. Emiliano nunca supo de esta relación y Evangelina tampoco. Si se enteran, el dolor se reabrirá y ellos merecen paz.

Me pongo de pie, con decisión.

—Entonces lo destruimos todo.

Eliza me mira, hay un silencio largo. Luego, sin decir palabra, comenzamos a quemar las cartas en el lavabo. Las fotos las cortamos en pedazos y las arrojamos al fuego. Las notas, trituradas, y el cuaderno, reducido a cenizas. Al terminar, solo queda el arma. Eliza la sostiene con cuidado, mira el número de serie y lo confirma en su base de datos.

—Está registrada a nombre de Rafael Santori.

Ese detalle podría ser el hilo que deshaga todo el tejido.

—Tenemos que cambiarla ―le indico con determinación―. Usaremos una sin registro. Una que no pueda ser rastreada.

Eliza asiente en respuesta. En menos de una hora, el arma original ha sido reemplazada. La escena del crimen queda limpia. El informe será claro: suicidio por inestabilidad emocional. Sin vínculos externos. Sin escándalo.

***

La sala de reuniones del despacho del gobernador está en penumbra. Las cortinas están cerradas, el aire acondicionado zumba con discreción, y el ambiente huele a madera pulida y decisiones que nunca se registran. Permanezco sentado frente al gobernador, con los brazos cruzados y el rostro imperturbable. A mi lado, Eliza mantiene la mirada fija en la carpeta que reposa sobre la mesa. Dentro, el informe preliminar del caso, Susana Montalbán.

—¿Están seguros de que no hay nada más que pueda salir a la luz?

Pregunta el gobernador, con voz grave, mientras tamborilea los dedos sobre el escritorio. Asiento con firmeza.

—La escena fue clara. Suicidio. No hay signos de forcejeo, ni terceros involucrados. Evangelina fue testigo, pero consideramos que involucrarla es contraproducente.

Eliza interviene, con tono profesional.

—La única anomalía es el nombre de Rafael mencionado por Susana antes de morir. Evangelina lo escuchó, pero no lo relacionó con nadie en particular.

El gobernador se reclina en su silla, entrelaza los dedos y suspira.

—Rafael Santori, esposo de la hija de Armando Cifuentes ―alterna su mirada oscura entre los dos―. Si esto se filtra, no solo se desmorona su historia, sino que arrastra consigo a uno de los pilares económicos del estado.

No respondo de inmediato. Observo al gobernador con la mirada de quien ha visto demasiado, pero sabe cuándo callar.

—¿Qué quieren que hagamos?

El gobernador se inclina hacia adelante.

—Cierren el caso y aleguen suicidio por inestabilidad emocional ―niega con la cabeza―. Nada más. La relación con Santori nunca existió oficialmente. No deben quedar registros ni pruebas que los relacionen. Solo las palabras de una mujer rota que no deben trascender.

Miro a Eliza de reojo y noto cuando aprieta los labios. Ambos sabemos que estamos cruzando una línea, pero también que hay líneas que no se cruzan sin consecuencias.

—¿Y Emiliano Montalbán?

Pregunta Eliza, con voz baja.

—No debe saberlo —responde el gobernador, tajante—. No ganará nada con esta verdad. Solo lo complicaría todo.

Asiento lentamente.

—Entonces queda cerrado.

El gobernador se pone de pie, camina hacia la ventana y abre apenas una rendija en la cortina. Afuera, la ciudad sigue su curso, ajena al pacto que acaba de sellarse.

—Gracias por su discreción. Lo que han hecho hoy… ha salvado más de una reputación. Y quizás, también, una estabilidad que no podemos permitirnos perder.

Me pongo de pie, recojo la carpeta y la guardo en mi maletín. Eliza me sigue. Antes de salir, el gobernador nos lanza una última mirada.




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