En las tardes de otoño, donde los cielos eran grises y el viento soplaba sin piedad, a nadie se le ocurría salir de sus casas. Aquí, en el campo, no era común hacer bullicios típicos de fiestas de celebración. La costumbre aquí era festejarlo con una buena comida familiar, un cálido día donde todos compartían en unión.
Mis padres eran estrictos en nuestra formación, por lo tanto no celebrábamos nada más que navidad "El día del Señor" como solían mencionarlo cada vez que podían. Mi hermana, Irina, y yo no éramos muy unidas, pero tampoco desunidas. Podría decirse que un término medio, de aquellos que a veces no se aceptan.
Hoy es el día de la independencia en Austrova, mi hermana y yo estamos haciendo la cena junto a mi madre que nos dice a cada segundo qué hacer. Mi padre está en su escritorio revisando algo en su ordenador, a la vez que toma un café humeante.
—Samantha, ¿ya está la cena? —dice mi padre sin quitar la vista de los papeles que tiene regados frente a él.
—En un momento, tus hijas aún no terminan —mi madre se voltea en dirección a nosotros y nos reclama que nos apuremos—. No hagan renegar a su padre, recuerden que él es el jefe de la casa.
Nosotras asentimos sin dejar de mover nuestras manos, ahora ya con más rapidez por el pedido de mi padre. Veo de reojo a mi hermana, ella tiene los labios fruncidos y sus ojos fijos sin pestañear. Pienso que tal vez debe estar planeando algo, pero rápidamente saco esa idea tonta de mi cabeza. Irina jamás planearía algo malo, ella es la hija perfecta de mis padres y yo debo llegar a ser como ella.
No debo defraudarlos.
—Cariño, ya está listo la cena —mi madre lleva los platos a la mesa con una sonrisa radiante, lo cual me es extraño en ella. Todos nos sentamos en nuestros lugares, nos tomamos de la mano y mi padre hace la bendición de los alimentos—. Tengo buenas noticias —comenta mi madre haciendo que Irina baje aún más su mirada—, es sobre Irina. El convento Las Carmelitas la aceptó para que inicie su vida hacia el señor con sólo diecisiete años —recalca las dos últimas palabras como si se tratase de una niña superdotada.
Irina cierra los ojos, mi padre formula una expresión de total sorpresa y yo me atraganto con el arroz. Me repongo a los segundos, queriendo evitar uno de esos show que a mis padres le desagradan.
—Disculpen —anticipo a decir—, me ha tomado por sorpresa tan grata noticia —hablar elocuentemente ya se me hizo costumbre. A mi madre le encanta que nos expresemos así, dice que nos hace ver más señoritas. Las palabras soeces no están en nuestro vocabulario.
—Concuerdo totalmente—mi padre interviene—. Eres nuestro orgullo, hija. Los cursos de francés, italiano, latín e inglés sumando a las condecoraciones, medallas y diplomas que obtuviste en el colegio, dieron finalmente fruto —mientras decía todo esto, sus ojos sólo estaban fijos en mi madre. En ningún momento se dirigió a Irina.
Mi hermana tomó un respiro, pareciendo procesar todo aquello que acababa de decir mi padre. Los miró a ambos por un tiempo que pareció eterno, y su camino terminó en mí. Su expresión era una mezcla extraña entre tristeza y enojo. Pero había algo más, ella se estaba esforzando para que lo descifrara. En ese mismo instante pensé que era una locura. No puede ser cierto, ¿A caso es venganza lo que veo en su mirada?
—En realidad es gracias a ustedes —aún no despegaba la vista en mí, minimizándome aún más—. Si no fuera por ustedes, no me hubieran admitido en el convento. Hoy les dedico cada medalla y diploma, porque en realidad son de ustedes. Gracias —formuló una sonrisa, carente de emociones, hacia mis padres.
Después de las palabras de Irina, tuve el presentimiento de que algo malo iba a suceder esta noche. Me aterraba la idea de que tuviera razón, por ello durante la cena trataba de centrarme en terminar mi comida y retirarme a lavar mis servicios.
* * * * *
Cuando la noche se intensificó aún más con la oscuridad que nos brinda y las estrellas que iluminan, mis pensamientos divagaban aun pensando en aquella cena tan extraña. Ya todos se encontraban en sus lechos durmiendo, pero el sueño aún no tocaba mi puerta. En situaciones como esta, me pasaba mirando por largos ratos el cielo desde mi ventana.
La brisa del viento pasó con suavidad rozándome la piel, el campo de trigo que yacía frente a mí se movían ligeramente en dirección al viento. Por instinto, dejé de darle importancia al cielo y me centré en observar el trigo. Había un bulto, una sombra. ¿Quién o qué era? ¿Ladrones? No, lo dudo.