Imperfecta

Durante

Dos años después.
 

—Apresúrate, Katia —mi madre mira el caro reloj de muñeca—. Se te hará tarde para tus clases de latín.

Maldita historia que se repite, comenté para mis adentros.

Me hice una perfecta cola, sin un cabello en mi rostro, mi expresión seria mostraba firmeza según mi madre. Llevo en mi mochila varios libros para mis distintos cursos de idiomas, una botella de agua y... aquel listón color carmesí que me recuerda aquel día.

—Estoy lista —me planto delante de ella, seria como un soldado sin sentimientos.

—Bien. Hoy tu padre y yo iremos a una reunión de la iglesia, vente con cuidado —sé lo que me dirá después, todos los días se reproduce automáticamente en mi cabeza—. No hables con nadie más que con el profesor para ser la mejor. No sonrías, no juegues, no hagas amistades —y por último, concluía con las palabras que me herían cada vez más—. No quiero una hija fracasada.

En dos años, me repetía mentalmente que todo lo que hacía era para que mis padres se sintiesen orgullosos de mí, pero parecía que nunca era suficiente. Debía ser la mejor, debía ser la hija perfecta. A mis doce años, ya sabía hablar cinco idiomas y tres más en proceso. Actuaba, representaba en distintos concursos a mi colegio. Obtuve más de diez medallas en natación, atletismo, futbol y vóley.

Pero nada parecía suficiente. Comencé a ser más fría, calculadora, reservada e indiferente. Me encerraba y mi pequeño mundo se deterioraba pidiendo una salvación.

Asentí con seguridad y salí de casa para ir a mis cursos. Estar en la ciudad era una oportunidad para la familia, de ser alguien en esta sociedad urbana. Mi padre consiguió un buen empleo, mi madre alababa al Señor con su canto en la iglesia de nuestro barrio, y yo me preocupaba en ser la mejor en todo. Sólo era el reemplazo de Irina.

Tomo el bus, al entrar no miro a nadie más que mi próximo asiento. Las personas están tan concentradas en su mundo que le son imposibles detectar, que a su lado, hay un nuevo mundo derrumbándose. Mis ojos están fijos en la ventana, pero he llegado a aprender a no ver lo que mi vista me muestra, sino a visualizar lo que pasa en mi mente. Ensimismada entre mis pensamientos, siento la presencia de alguien más.

De reojo, me doy cuenta que un chico de mi clase de latín se acomoda en su asiento. Parece no percatarse que me conoce, así que sigo en lo mío. No hagas amistades, la voz de mi madre resuena dentro mío.

—Hey, ¿no eres la sabelotodo de la clase de latín? —comenta el chico.

No lo hagas, Katia. Sé la mejor, recuerda.

No volteo, finjo no escucharlo y seguir concentrada viendo a través de la ventana. Pero esto parece no detenerlo.

—Creo que te llamas Katia... sí. ¿Lista para nuestra evaluación de hoy? —al no escuchar respuesta mía, sigue hablando—. Bueno, suerte en todo caso.

Pero, ¿qué? ¿Me acaba de desearme suerte?

—Yo no necesito suerte, eso es para fracasados —contesto indignada sin dirigirle la mirada.

—Eres muy altanera, ¿sabes?

—¡Baja! —ya no aguantaba más sus palabras y la incómoda conversación que se venía formando. Tomé mi mochila y salí del bus, no sin antes pagarle al conductor mi pasaje.

Tenía media hora para llegar al instituto. Para mi suerte, este se encontraba a sólo una cuadra. Comencé a caminar decidida, pero una mano se posa en mi hombro alertándome. Involuntariamente, respondo golpeando en el cuello a aquella persona. Al voltearme, me doy con la sorpresa que es el mismo chico del bus.

—¿Estudiaste karate acaso? —tose sonoramente.

—Y boxeo también —respondo con superioridad.

Arreglo mi peinado, apego la mochila más a mí e inicio la caminata de nuevo.

—Soy Caleb, un gusto —me tiende su mano, a la vez que avanza junto a mí. No respondo a su saludo, sigo concentrada en apurar más el paso para evitar el contacto con él.

Al llegar al instituto, él se adelanta en abrirme una de las puertas principales. Ridículo. Abro la otra puerta y me adentro sin perder tiempo en tonterías. Caleb se sentó al lado mío sin dejar de mirar, sin quitar esa maldita sonrisa de su rostro. Antes de dar la evaluación, alcanzó a decirme:

—Buena suerte, Katia.

Ahí vamos otra vez.



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En el texto hay: tristeza, realidad, dolor

Editado: 16.08.2018

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