In eternum

1

—¡Fede! ¡Abrí vos, que estoy cocinando! —gritó mi madre, y su voz retumbó en mi cabeza, como un bombazo. Estaba medio afiebrado, me dolía todo el cuerpo. Hacía frío y llovía a cántaros.

Retiré la frazada con la que me había tapado mientras veía un partido de fútbol y bufé, molesto. Me había pasado la mañana tirado en el sofá, sin ganas de nada. Incluso, mi vieja había llamado a la central de mi trabajo (era vendedor en un local de ropa masculina) para avisar que faltaría.

Cuando abrí la puerta me topé con un pibe que vivía cerca de mi casa. No tenía idea cómo se llamaba pero me lo había cruzado varias veces por el barrio y nos saludábamos cada vez que nos veíamos. Me resultaba un poco ridículo porque era sumamente femenino en sus modos, sonrisa, todo. Hasta la voz tenía bastante afectada. Era feo y con la cara llena de granitos.

No sé cómo fue que habíamos comenzado a saludarnos. Supuse que alguna de las tantas veces en que yo volvía medio en pedo, a la noche, lo habría saludado —solía verlo muy tarde, caminando rapidito, pegado a la pared, con la cabeza gacha, alerta a todo lo que pasaba a su alrededor—, él me habría contestado y, tal vez, a partir de ahí, habría quedado esa costumbre de un «hola» apenas audible cada vez que nos veíamos.

Estaba parado en el umbral de mi casa, con el paraguas abierto, aferrado a una bolsita de plástico que contenía una o dos revistas de las que usaba mi vieja para laburar.

Me saludó con una sonrisa, hablaba muy bajito.

—¿Está Cata?

Cata era Catalina, mi mamá.

—Sí, está cocinando.

—Le vine a traer los folletos de Marion, ¿puedo pasar? Porque ne...

—¡Vení, Pablito, pasá! —interrumpió mi vieja con su voz de pito y cara de feliz cumpleaños, desde la cocina. Me aparté para que el chico entrara.

Pablito. Así que así se llama el marica de mi vecino.

Sonreí. Era casi tan alto como yo pero mucho más flaquito. Se metió con delicadeza dentro de la casa y cerró el paraguas. Lo acomodó con cuidado en la esquina entre la pared y la puerta y volvió a sonreirme. Se despejó los mechones negros que le caían sobre la cara y entró con esos pasitos cadenciosos que la verdad, no sé si me causaban gracia o me molestaban. El resto del pelo lo tenía atado en una colita medio alta que se bamboleaba con cada paso que daba.

Suspiré y caminé detrás de él para volver a tenderme sobre el sofá y taparme con mi frazada calentita.

—Hooola. —Escuché que canturreaba mientras entraba a la cocina—. ¡Qué olorcito! ¿Qué cocinás?

—Nada —respondió mi madre—, unos fideos con tuco. Nada del otro mundo. Sentate. ¿Querés un cafecito?

—¡Ay! ¡Sí, gracias! —Parecía que suspiraba en lugar de hablar.

¿Desde cuando mi vieja tenía tanta confianza con el vecino marica? ¿Y le ofrecía café? Yo estaba afiebrado y ni un té me había traído. Solo un vaso con agua y un ibuprofeno.

Espié sobre el brazo del sillón para ver al tal Pablo sentarse delicadamente en la silla y sacar de la bolsa las revistas que había traído. Después no le di más bola, me acomodé bien y me centré en el televisor. Apenas escuchaba lo que hablaban.

—Te traje los pedidos de Marion. No vendí mucho en esta campaña, pero acá están.

Mi vieja era líder de Marion, esos productos cosméticos que se venden por catálogos. Cada veinte días, teníamos la casa llena de cajas y vendedoras —no sabía que había también varones— que venían a buscar sus pedidos, convirtiendo mi hogar en una romería. Si yo estaba, me encerraba en mi cuarto. Odiaba socializar con esa horda de gente. Había quienes parecían estar siempre felices. Vaya uno a saber por qué. Otras, por el contrario, vivían llenas de dramas para contar. Yo tenía diecinueve años y cero ganas de aguantarlas.

—¿Y tu hermanito? —Escuché que preguntaba mi madre.

—¡Anoche nos dio un trabajo! —contestó el chico. No me di cuenta si se rieron o se hicieron algún gesto; el pibe era bastante modosito, silencioso. Y si bien mi vieja, por lo general, hablaba medio a los gritos, en esa oportunidad, tal vez porque yo no estaba óptimo de salud o poque se había contagiado del vecino, hablaba más bajo que de costumbre.

—¿Querés quedarte a comer? —le preguntó.

¡Nooo!

Rogué dentro mío que no aceptara. No me gustaba comer con extraños. No era que mi vieja y yo nos sentáramos a la mesa; sobre todo en el almuerzo, cuando por lo general, yo no estaba. Pero si había «visitas», seguro que me iba a pedir que lo hiciera. Por suerte el pibe rechazó la oferta,  ya que tenía que ir a cuidar a su hermanito. Lo dijo en voz muy baja y me alegró haberlo escuchado. Ronroneé tranquilo: los mimos de mi madre quedaban todos para mí.

Pablo se fue después de terminarse el café e intercambiar los folletos viejos por otros nuevos. Me saludó con una sonrisa y la voz suspirada cuando pasó por mi lado, bajándose las mangas del buzo hasta cubrir sus puños, aferrándolas por dentro. Mi mamá lo acompañó hasta la puerta.

—Ya comemos —dijo ella al pasar, rascándome la cabeza con los dedos.

Cuando volvió me miró,divertida. —¿Te vas a levantar o te traigo la comida acá?

—Traemela acá... —supliqué poniendo cara de lástima. Ella rió y al ratito volvió con una bandeja de madera, el plato, pan, servilletas y todo lo que su precioso hijo necesitaba para alimentarse como Dios manda. Cuando llevé el primer bocado a la boca, me tocó la frente con aire de superioridad.

—Ya no tenés fiebre —sentenció.

—¡Pero todavía me duele todo el cuerpo y me arden los ojos! —me quejé con mi mejor cara de sufrimiento.

—Y, si te pasás el día tirado ahí, mirando la televisión... —protestó mientras se levantaba. No le hice mucho caso y me dediqué a comer. Era cierto que toda esa semana me había sentido medio «pachucho», igual había ido a trabajar los tres días anteriores. Y por supuesto, no permití que un simple resfrío me dejara sin mi noche de amigos. Mi vieja lo sabía, por eso minimizaba mi estado.




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