Índice de Calor

Capítulo 9

Ryan

Terminé de escribir el informe de una de mis pacientes más recientes, me quité las gafas, cerré los ojos y apoyé la cabeza contra el respaldo del sillón de mi escritorio.

De la noche a la mañana se habían duplicado mis pacientes y la culpa la tenía la señorita del otro lado de esa puerta.

London, siendo London, hizo una historia en Instagram del albergue de mi madre y comentó que el terapeuta Sr. Hamilton, o sea yo, junto con una imagen mía donde iba sosteniendo uno de los cachorros en adopción, una que no sabía que había tomado, me orientaba en ayudar a las personas que estaban duelando a sus “amigos fieles” como ella les decía.

Una hora después, mi teléfono laboral explotó en llamadas y mensajes solicitando un turno, y otros para pedirme una cita por estar “buenorro”, si es que eso se puede traducir a las cosas que me han dicho algunas mujeres.

Juro que quería enojarme, y mucho, con ella, se me cruzaron todo tipo de ideas y palabras para decirle, pero ninguna llegó a salir de mi boca. Me sentía frustrado y dominado por su presencia, no podía ver ni hacer nada cuando estaba a mi alrededor. Era su jefe, pero parecía que en realidad ella era la mía.

Lo único que pude decirle es que necesitábamos conseguir un lugar urgente donde hacer las reuniones porque no podía atender tantas personas de manera individual. No era saludable para mí estar con más de seis pacientes por día cuando recién estaba comenzando, más adelante quizás sí.

De repente un golpe seco en la puerta que se abría me hizo elevar los párpados.

—¡Hablando del diablo! —Murmuré entre dientes, mientras mi secretaria entraba con ímpetu por la puerta con una carpeta bajo el brazo, una bandeja con café en las manos y una lapicera entre los dientes.

Me revolví en la silla con la imagen.

—¡Dios, necesito ayuda aquí! —Volví a murmurar.

—¡Buenos días, Sr. Hamilton! —Dejó la bandeja con café y galletas delante de mí, luego se quitó la lapicera de la boca y la colocó sobre su oreja derecha—. Veo mover sus labios, pero no escucho su voz.

—¡Buenos días, London! —Levanté la taza y bebí un pequeño sorbo. Tenía cinco kilos de azúcar. Volví a dejar la taza en la bandeja—. Gracias por el café.

—De nada. ¿Repasamos agenda? —Sonrió con entusiasmo mientras organizaba los papeles dentro de la carpeta.

—Adelante, te escucho. —Crucé las manos sobre mi abdomen viendo sus movimientos delicados—. ¿Qué tal el miércoles?

—Muy bien, gracias. —Sonreí al verla toda profesional concentrada o intentando concentrarse en su tarea.

—¿Estás contenta trabajando aquí? —Hacía tres semanas que trabajábamos juntos y cada día veía más sus progresos, su entusiasmo, pero por el ajetreo diario no le había preguntado.

London levantó la vista de la carpeta y me miró a los ojos.

—Muy, y no solo por saber que podré comprar mis propios tampones, sino por ti. —Sonrió mostrando una hilera de dientes blancos y parejos.

—¿Por mí? —Mi corazón dio un par de latidos acelerados. Me quedé en la misma posición esperando que me ilumine.

—Sí, claro, tú haces que la gente sienta que puede salir adelante, que al final del camino hay una luz. —Sonreí negando apenas—. Suena como una frase trillada, lo sé, pero para mí lo es, también para Audrey y estoy segura de que para John también. Tú tienes algo que muy pocos tienen, Ryan, y eso es lo que te hace ser quien eres.

—Parece un trabalenguas. —Dije para sacarme del centro de atención.

—En fin. —Suspiró—. Tengo la actualización sobre su agenda para el resto de la semana. Parece que va a ser una semana bastante tranquila.

—¿Ah, sí? Eso suena bien. Dime.

—Para el resto de la semana, solo tienes cuatro pacientes programados por día. Por hoy solo te faltan dos, para mañana jueves tienes cuatro nuevos pacientes y el viernes, además de John y Audrey, por la mañana, tienes dos nuevos por la tarde.

—¿Solo cuatro? —Pregunté confundido. Si había recibido más solicitudes de las que podía manejar—. ¿Estás segura de que no se te ha escapado nada? —Ella negó imperceptiblemente apretando la mandíbula. Me quise dar un golpe mental por generar dudas sobre su trabajo.

—Completamente segura. He revisado dos veces. —Su nariz se puso roja. La angustia se reflejaba en todo su semblante. Entró luminosa y por mi comentario se apagó tan rápido como una vela encendida contra una brisa de verano. Cuando me decidí a ponerme de pie para abrazarla y disculparme, dijo algo que no me esperaba—. Y, eh… hay una cita más que llegó a través del teléfono de la oficina. No es un paciente.

—Dime. —No me miraba.

—Maggie. —Soltó enderezando los hombros.

—¿Qué dijo? —Maggie nunca escribía al teléfono laboral, pero supongo que fue su último recurso al no encontrar respuesta de mi parte a sus mensajes personales.

—No voy a decir en voz alta lo que escribió. Es algo íntimo. —Elevé las cejas.

—London, dime que escribió. —Apreté los apoyabrazos con las manos, dejándome los nudillos blancos. Maggie y yo, nos hemos enviado mensajes subidos de tono, y supongo que por la cara abochornada de London así fue esta vez, también.




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