Prefacio
De pie en aquella fría e impersonal habitación de hospital, Renault Kincaid se sintió como el más vil de todos los hombres del mundo al asentir a la pregunta que el doctor de guardia, Arnold Johnson, le acaba de repetir, suponiendo que no lo había escuchado en la primera ocasión, de seguro. Pero se equivocaba. Por supuesto que lo escuchó; fuerte y claro, cabía recalcar. Aunque su mente no lograba conectar completamente con la realidad, la cual se cernía sobre él con sus grandes garras, deseosa de destrozarlo, de engullirlo en el feroz río del destino. El destino que tenía el poder de destruirlo y, por si fuera poco, llevarse consigo también a la rabiosa joven que lo observaba desde la camilla en la que se hallaba recostada, con las lágrimas brillando en sus bonitos ojos color topacio. Viéndola allí, tan joven, pequeña y frágil, se preguntó si sería correcto ponerla al tanto de la situación, contarle la verdad del porqué hacía eso. Pero una imagen del pasado acudió a su mente en el preciso momento en que se disponía a abrir la boca para decir la verdad, y su decisión flaqueó. Conocía de primera mano las fatales consecuencias a las que una noticia como aquella conllevaría, y no estaba dispuesto a pasar otra vez por algo así. Eso fue lo que dio el valor para volverse hacia el doctor y decir sin titubear:
—Así es, doctor Johnson, estoy de acuerdo. Haga lo que tiene que hacer —ladeó la cabeza mientras hablaba y se felicitó mentalmente de que su voz sonara serena, en contraste con lo que sentía en su interior. Al parecer, todos los años que tuvo que luchar para demostrar su valía ante el mundo y labrarse su propio futuro, le estaban sirviendo para mantenerse firme frente a una escena que a alguien con menos carácter podría enloquecerlo. Y él no era en absoluto débil, ni lo sería ¡jamás!
El doctor Johnson, que lo conocía desde que era un adolescente delgaducho que se ofrecía a ayudar en lo que fuera necesario para llevarse un pan a la boca, fingió no notar lo mucho que le estaba costando aceptar lo que allí ocurría y salió en silencio de la habitación, cerrando con delicadeza la puerta tras de sí.
Con una terrible sensación de pérdida, una que en el pasado había sido su compañera más fiel, Renault se dio la vuelta, metió las manos en los bolsillos y, soltando un trémulo suspiro, se preparó mentalmente para el cuestionamiento que vendría, el mismo que deseaba no llegara jamás. Sin embargo, su petición no fue atendida, por lo que, cuando su novia, Amalia Elorza, salió de su ensimismamiento y comenzó a gritar a viva voz, él se prometió mantenerse callado para no acrecentar el problema.
—¡¿Cómo puedes hacer algo tan despiadado como esto, Renault?! —Amalia reprimió las inmensas ganas que tenía de girarle su orgulloso rostro de un bofetón y se centró en lo que era verdaderamente importante, más importante que actuar como una fiera contra él—. ¿En verdad eres tan... tan cruel? No, no es necesario que me respondas, ya obtuve la respuesta hace unos minutos. No obstante, aunque sabía que eras despiadado en los negocios y con tus rivales en el mundo de las finanzas, jamás pensé que podrías serlo conmigo, menos cuando... —un sollozo amortiguado interrumpió su monólogo y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no resquebrajarse.
Sacudió la cabeza con impotencia y cerró los ojos para borrar los recuerdos de de los días junto a él. «¡Dios mío!», pensó «¿Cómo he sido tan idiota al caer en sus garras simplemente con un par de palabras bonitas? ¿En qué momento me convertí en la persona que juré una vez no ser? Una mujer que dejaba que un hombre guie sus pensamientos y que luego termine por dominar su vida». «Pero estoy a tiempo de enmendar mis errores», se dijo. Y de no volver a cometerlos, como tantas veces Susane Elorza había hecho. Se quitó con rabia la manta de encima del cuerpo y espetó:
—No voy a quedarme aquí acostada viéndote ahí, parado sin decir nada, esperando a que te conviertas en un ser más despreciable aún de lo que estás demostrando en este instante. Mucho menos voy a permitir que tomes decisiones que me conciernen exclusivamente a mí. ¡Es mi cuerpo y hago con él lo que quiera! Y no te preocupes, si no quieres ser parte de esto, no te obligaré. Es más, por mi parte, quedas absuelto de toda responsabilidad u obligación, ahora, si me disculpas, debo irme cuando antes. Tengo muchas cosas que hacer —dijo enérgicamente mientras se incorporaba de la camilla con celeridad.
Viendo por donde se encaminaban las cosas, y antes de que fueran a mayores, Renault decidió entonces que era momento de su intervención.
—Amalia, no hagas esto más difícil de lo que ya es —exigió suavemente, interponiéndose en su camino a la puerta. La agarró de las muñecas con fuerza contenida y añadió en un susurro—: Por favor, entiende que tomé esta decisión por tu bien, que es lo único que me importa.