Capítulo 2
El día no estaba yendo como Renault lo había planificado.
A sus treinta años de edad, tenía el privilegio de considerarse un hombre pragmático; alguien que vivía siempre con la mente fría y que antes de dar cualquier paso, se aseguraba de planearlo todo hasta el mínimo detalle. Así fue cómo consiguió lanzar su agencia de publicidad a la cima, y no solo en Estados unidos, también había logrado situarla entre las diez mejores en Australia, Canadá y ese momento en Inglaterra. Era, como sus mismos socios le decían a menudo, y unos cuantos rivales en el mundo empresarial, un estratega de mente fría y ágil; tenaz. Pero ahora él, que sobrevivió a la pobreza siendo solo un niño, que creó una empresa casi de la nada, tenía que admitir lleno de vergüenza que su perfecta y organizada vida estaba siendo domeñada por una niña de tres años. ¿Cómo era posible que un ser tan pequeño tuviera tanta energía, no solo para llorar y gritar su negativa a dormir, sino que también para correr alrededor de su apartamento, tomando y tirando todo tras ella?, se preguntó, sintiendo un estremecimiento solo de recordar el caos de la noche pasada.
Cuando llegó a su departamento desde su oficina con su hija completamente dormida en los brazos, creyó que podría tener un tranquilo y reparador sueño que lo ayudara a recuperar las energías perdidas por la sorpresa de su paternidad, las cuales necesitaría para enfrentarse a su ex en busca de respuestas. ¡Quién iba a pensar que en cuanto pusiera a Madeleine en el sofá esta despertaría como un resorte, soltando un chillido al igual que un camión de bomberos! Él trató de calmarla, por supuesto, lo intentó verdaderamente, pero al parecer su hija había decido que el no haber estado con ella durante sus primeros años de vida lo situaba en la misma categoría de las personas no actas para estar a su lado. Porque cada vez que hacía ademán de tomarla en brazos, emitía ese desagradable sonido que aun a primera hora de la mañana zumbaba en sus oídos. Como no halló forma de tranquilizarla, pensó que no le pasaría nada si la dejaba sola mientras le hacía una rápida visita a su vecina, madre de tres niños, para pedirle prestado algunos juguetes con los cuales entretenerla. Al regresar, se encontró con que no le había pasado nada a su hija durante su ausencia, afortunadamente. El accidente lo había sufrido su salón, pudo comprobar con creciente estupefacción a medida que se adentraba y veía la terrible escena frente a sus ojos. Solo el férreo control que poseía sobre sus emociones fue lo que lo ayudó a no soltar improperios y patadas al aire al ver que Madeleine había conseguido quitarse toda la ropa, extender el pañal encima de su recién adquirida mesa de centro, quebrado unas cuantas estatuillas de bonecceli y bañarse con la arena de los maceteros. Se dio cuenta de lo fácil que le resultó aceptar su nuevo estado cuando, pese al desastre que era su casa, dejó escapar un suspiro de alivio al notar que la pequeña no se había acercado a la terraza. Vivía temporalmente en el Beaufort Gardens, situado en Knighsbridge, y su habitación quedaba en el ático del hotel, por lo que no quería ni siquiera imaginar lo que hubiera llegado a suceder si su hija hubiese sido un poco más intrépida. Se recordó mentalmente ponerle llave a la puerta para así evitar accidentes, además de que tenía que bañarla.
¡Otra cosa más con lo que tuvo que batallar! Gracias a su suerte, o a la fantástica idea que tuvo de pedir unos juguetes a su vecina, consiguió que su hija accediera a meterse en la bañera, en donde hizo lo mejor que pudo para sacarle hasta el último rastro de tierra. Vestirla fue otra cosa. ¿Cómo se las arreglaban las madres para ponerles esas cosas blancas de un material elástico que tenían forma de piernas? Optó por desecharlas, en su lugar, le colocó el pañal lo mejor posible, y lo aseguró con un poco de cinta por si no quedaba bien sujeto. Luego le puso una especie de camisón y la llevó a su habitación, donde la rodeó de almohadas y de juguetes mientras iba a preparar un biberón por si tenía hambre. ¡Grasso error!
En cuanto ingresó en la habitación, satisfecho de haber hecho el biberón sin más contratiempos, el televisor de cincuenta pulgadas estaba hecho trizas, sus corbatas desperdigadas y las sabanas manchadas con lo que parecía ser vomito infantil, a un lado, su hija plácidamente dormida abrazada a un osito de peluche. Con un suspiro de impaciencia, dejó el biberón a un lado y contando en silencio para controlar su temperamento, se pasó la siguiente media hora recogiendo todo el desastre. Cuando terminó, creyó que al fin podía acostarse a descansar al menos un par de horas, pero su hija nuevamente pensó de forma diferente, despertándose y volviendo a llorar a pleno pulmón. ¡Y no paró hasta las cinco de la mañana!
Recostado en el sillón de cuero de su estudio, se talló los ojos, y por primera vez reparó en lo difícil que tuvo que haber sido para su madre criar a un hijo sola, sin un esposo que la ayudase en los momentos de mayor estrés. Recordaba a Rosilda Paes como una mujer enjuta, de temperamento irascible, que no aparentaba haber tenido más de veinticinco años, pero denotaba lo mal que la había tratado la vida. Perteneciente a una familia de la alta sociedad brasileña, no debió de ser sencillo para ella verse de pronto abandonada por su novio, además de sus propios padres, embarazada y sin tener a donde o a quien acudir. Lo intentó, debía admitir. Durante un tiempo verdaderamente intentó salir adelante con él, pero lo inevitable llegó y finalmente lo desamparó en las calles de Sao Paulo, dejándolo sin dinero, casa, comida o ropa... Y sin el amor de la única persona que había querido, y nunca más volvió a saber de ella, tampoco lo desea, se dijo con cierto cinismo. Sí, durante los primeros días sintió pánico viviendo en un lugar tan grande con solo diez años de edad, pero después empezó a tomar valor, diciéndose que sería algo mucho más que los dos seres que lo trajeron al mundo pero que no fueron lo bastante valientes como para luchar contra la difícil vida que les había tocado. Cinco años luego de sentir que su mundo se abría bajos sus pies, se las arregló para que un hombre que se dirigía a Estados Unidos lo llevara consigo, el sujeto aparentaba ser alguien honesto al principio, pero en cuanto toco tierras americanas, se percató de su equivocación. Seis meses fue lo que tuvo que soportar a manos de su captor, palizas y trabajo forzoso hasta que se hartó de ello y huyó. Fue entonces que se topó con el doctor Jhonson. Mientras se dedicaba a limpiar los cristales de los autos que se detenían en los semáforos, Arnold le prestaba especial atención a sus movimientos desde la entrada del hospital. Según lo que le contara después, venía haciéndolo alrededor de una hora, maravillado con los esfuerzos que ponía un joven de su edad para ganarse el sustento diario. Fue por aquella razón que le ofreció que fuera su asistente en el hospital, donde le enseñó a controlar sus emociones, crear estrategias e idear el modo de crear, en un futuro cercano, su propia empresa. Posteriormente, le ayudó a buscar a su padre, aunque dejó de verlo cuando se fue a vivir con él y durante su estadía en el internado, siempre tuvo presente sus enseñanzas.