Capítulo 4
El lunes por la mañana, no se podía decir que era un buen día para Renault. Sumergido en una rista de documentos por firmar, torcía el cuello constantemente para no perder ni uno solo de los movimientos de su hija y sobrino, los cuales jugaban en suelo, a unos pasos de él. Miró la hora en su reloj de muñeca y bufó irritado al preguntarse por décima vez cuándo llegaría Jared, habían quedado que cuidaría a Richard solo durante la noche del domingo y que pasaría a recogerlo a las ocho de la mañana del lunes, antes de que fuera al trabajo. Once treinta, exactamente tres horas y media de retraso. Aunque no lo quisiera, comenzaba a preocuparse, su hermano no era dado a la impuntualidad, aquello lo repelía como el sol a un vampiro. Volvió a comprobar la hora y el ceño fruncido se acentuó en su frente. ¿Qué motivaba su atraso?
Un quejido bajo lo puso rápidamente en guardia, haciendo que saltara del asiento como catapultado y olvidara a su hermano por completo. Al ver que no era un quejido lastimero, sino uno de alegría, la tranquilidad regresó a su cuerpo. Sentía estar exagerando, pero no era para menos luego de la terrorífica noche que pasó con Madeleine en el hospital. El doctor le había asegurado que estaba bien, que no había nada de que preocuparse, más él lo hacía; mucho. Y seguía haciéndolo. Creía que era cosa de los padres primerizos, y que pronto se le pasaría, aunque había momentos en los que por poco enloquecía. Como cuando buscaba a una de sus ex para saber cuál era la madre de su hija. En aquellos momentos Madeleine se volvía sumamente dependiente de él y le costaba una enormidad que le permitiera marcharse, mostrándose en exceso reacia a quedarse con Beatriz. Algunas veces era más difícil que otras, aun así, lograba dejarla con su secretaria y se iba, con el corazón encogido de angustia.
No ayudaba a su estado mental que las visitas a sus ex fueran una a más desastrosa que la anterior. Leila, una hermosa irlandesa de piernas interminables, lo había recibido casi a tiros. Según sus propias palabras, lo odiaba por lo despreciable que fue en el corto tiempo que duró su relación. No entendía por qué lo decía si él no le había hecho ninguna promesa de un futuro juntos, aunque las últimas palabras que le lanzó antes de salir de su apartamento le daban una pista: «no tendría un hijo tuyo así me aseguraran que con eso erradicaría el hambre en el mundo». Bastante revelador viniendo de alguien que dedicaba su vida a causas benéficas.
La siguiente no fue más amable que ella. Recordaba con suma claridad cómo la adrenalina corrió por su cuerpo cuando nada más poner los pies en el recinto privado de Marcela, la exnovia que le había parecido la más sensata de todas, tres perros de raza rottweiler se lanzaron a tropel sobre él. Como en la casa de Fabiana, tuvo que hacer el mismo movimiento que hizo con el esposo de esta, Juan: poner pies en polvorosa. Y el mensaje que le llegó después le dejó claro el rencor que Marcela sentía por él: «solo una loca tendría un hijo contigo, maldito pervertido. Sí, Leila ya me lo dijo, así que no te sorprendas, y ni se te ocurrar volver por acá porque esta vez no te salvas». Mala suerte el que dos de sus ex fueran amigas, pensó, un poco de acuerdo con su odio. Aunque no le quedó claro lo de «pervertido». ¡Ni que fuera un Voyeur!
Para colmo, la siguiente de sus exnovias casi lo hizo sentir como uno cuando, sin pudor alguno, se ofreció para ser la incubadora de sus hijos, textualmente citado.
Tres mujeres descartadas, tres que no eran la madre de Madeleine. ¿Qué podía hacer ahora? ¡Seguir buscando! Aunque a ratos pensaba si no sería mejor, y más fácil, dejar el tema de la investigación a manos de personas especializadas en ello, pero luego deshacía esa idea de su mente. Su hija era su responsabilidad, por ende su deber dar con la identidad de su madre. Aunque estuviera a un tris de enloquecer.
Había seguido indagando, visitando a todas las mujeres con las que salió alrededor de los últimos tres años, aunque no habían sido muchas, en realidad. Algunas de ellas se mostraron distantes, otras amables, y una cuantas se ofrecieron a ayudarlo, pero no lo necesitaba porque la lista ya había terminado... Lo único que restaba era esperar que los investigadores dieran con la joven que llevó a Madeleine a su oficina.
Viendo que no había vuelto a sentarse desde que lo asustara el quejido de Madeleine, decidió tomarse un descanso con el trabajo y fue al sofá dónde jugaban los niños a los pies de este. Se sentó a admirar la inocencia con la que jugaban y una nostálgica sonrisa adornó su latino rostro. Era un hombre adulto, de treinta años de edad, hecho a sí mismo, y aun así seguía echando de menos a su madre. ¿Qué tan difícil sería para un par de niños de apenas tres años? Miró a Richard y sintió un oyo en la boca del estómago, cuando perdió a su madre solo tenía un año, así que no creía que la recordara, pero debía de ser igual de doloroso vivir sin ella, ¿o no?