Capítulo final
Desde una temprana edad, Amalia tuvo certeza de lo que quería o debía ser su vida en el futuro. Su madre tenía tendencia a caer con hombres de gran procacidad, unos desalmados, banales inescrupulosos, como su padre. Que cuando nació su hermana decidió que ser padre de dos niñas era demasiada responsabilidad para un hombre con El síndrome de Peter Pan y puso pies en polvorosa, sin importarle las repercusiones que tendría a su partida. Su madre no volvió a ser la mujer tenaz y optimista de antes, se volvió áspera, derrotista, conformista. Tan conformista que aceptaba el acercamiento de cualquier hombre que le dedicara una sonrisa. Tras el nacimiento de su segunda hija, Analía, Susane redirigió su vida por el mal camino, saliendo y emborrachándose todas las noches. A la pequeña Ani la dejaba al cuidado de una niña de siete años, ella, hasta la aparición de las autoridades, las cuales las recluyeron en una casa de acogida a la espera del despertar de la razón de Susane Elorza. Los dos años de estancia allí, despertaron su instinto maternal, tuvo que guardarse las lágrimas para preocuparse por Ani, era eso o dejar que su hermana sufriera los maltratos a los que ella era sometida por parte de los niños más grandes.
La pareja a cargo de la casa era unos ancianos amistosos, pero lo bastante mayores para controlar a unos jóvenes vándalos, como necesitaban el dinero, a menudo fingían ignorar sus acciones, sin embargo, siempre le brindaron amor, en grandes cantidades. Pese a ello, lo pasó mal, y juró nunca cometer las equivocaciones de su madre, encontraría a un hombre que valiera la pena, que la amara en exclusiva y a quién ella pudiera amar recíprocamente. Sería un ejemplo para su hermana menor y para sus futuros hijos. Cuatro años atrás encontró a ese hombre ideal, carente de vicios, maquinaciones perversas y que disfrutaba de la cosas fútiles de la vida. Aunque, cuando creyó haber caído en el mismo error de su madre, le dio vuelta al sueño infantil y caminó con paso firme hacia un destino indeseado, ocultamente sabía que no había errado. Sin embargo, su orgullo la mantuvo alejada, por fuera no era como Susane Elorza, trabajaba y cuidaba de su bebé con esmero, mas por dentro era exactamente lo odiado de antaño. No lo habría notado de no haberse enfrentado al pasado, si unos sagaces ojos como la arena del desierto rodeados de unas pobladas pestañas ébano no la hubiesen mirado con el alma al desnudo, seguiría afanada en la persecución de una tonta venganza.
Una sincera sonrisa adornó los delicados labios de Amalia, estaban pintados de un rosa palido, haciendo juego con su tenue maquillaje y su sencillo pero bonito vestido de raso. La decisión que había tomado tres meses atrás no había sido empañada por la sombra de la duda, sino del compromiso y... Amor. El mismo que ahora la llevaba a estar frente al altar de la única persona que amaría jamás. Ese era su sueño, antes lo había perseguido, ahora este había venido a ella. ¡Antes loca que rechazarlo una segunda vez!
La puerta de la habitación donde se estaba arreglando para la feliz ocasión, se abrió con un ligero chirrido, dejando ver a una elegante Susane vestida de azul, su rostro lleno de alegría.
—Mírate —dijo con orgullo, abarcando el espacio con las manos—, estás hecha toda una princesa. Siempre supe que tú conseguirías cosas mejores que yo, tienes a tu lado un hombre que te ama más que a sí mismo y una hija a la que has visto crecer tan hermosa como tú. Tu tenacidad te hace grande, Am, a diferencia de mí, tú nunca has flaqueado y sé que no lo harás jamás. Por ser una maravillosa hija, por cuidar a tu hermana cuando era responsabilidad mía, te mereces toda la dicha que la vida quiera otorgarte —En la última frase la voz se le quebró, Amalia se apresuró a abrazarla.
—No llores, Mamá, este día solo debe ser de felicidad. Fuera lágrimas.
—Te he hecho tanto daño, hija, aún así me seguiste queriendo, tu bondad es infinita.
—No me ensalces tanto —regañó con suavidad—. Hice lo que cualquiera habría hecho en mi lugar: amar y apoyar a su madre a superar una crisis. Nada más.
—Eres tan buena, Amalia...
—Pues yo creo que es perversa —se quejó su hija menor entrando de pronto en la habitación. Se tiró de espaldas en la cama y sacudió las piernas en el aire—. ¡Odio este vestido, tiene tantas capas de tela que parezco pastel, y ni siquiera quiero ser dama de honor!
—No te quejes —Susane la forzó a ponerse de pie otra vez—. Debes agredecerle a tu hermana el que te eligiera un vestido tan bonito, así por una vez podrás verte como una mujer, con esos pantalones que te empeñas en usar pareces un chico malo, no la señorita que eres.
—¡No soy una señorita, no la que tú quieres que sea! —gritó, haciendo pataleta—. Soy Analía Elorza, la futura cantante de Rock, no la niña mimada de mami.
Amalia sofocó una risa cuando su madre soltó una exclamación indignada. En los días que pasó con Renault y su hija, envuelta en el amor y atenciones prodigadas por ellos, casi había olvidado las hilarantes discuciones de su madre y hermana. Tenían diversos intercambios de opiniones, algunas un tanto fuerte, pero ninguna motivo de riña eterna. Su madre luchaba por volver a Analía una joven educada, como si viviesen en el siglo Xviii, su hermana se resistía con fieraza, y ahí residía el problema: cada una tiraba por su lado, sin hallar un termino medio en que las dos estuviesen contentas.