Tomo nota de todas las recomendaciones que Ana me ofrece, desde los horarios de alimentación hasta las canciones que les calman, prometiendo cuidar de Nina y Polo con todo mi corazón y seguir sus consejos al pie de la letra.
Al ritmo de “La mochila Pila” y todas las canciones de Tita Ton, una suerte de superestrella de los niños que están en proceso de introducirse en las palabras, tomo en consideración dónde están las cosas de los niños, me anoto varias de ellas, cómo son las prendas para cambiarles y cuál es la rutina de alimentación.
Es curioso el asunto porque lo incorporo a consciencia, buscando que cada detalle me quede al pie de la letra como un profesional que está en su periodo de prácticas a punto de iniciarse en el sector laboral estricto.
En mi caso, no quisiera que suene mal, pero es como un ensayo para ser madre a fin de que luego sea la mejor madre posible con mi bebé. Hasta hace un par de semanas ni siquiera me imaginaba que llegaría a suceder esto o a estar pensando de esta manera, menos aún que ahora estaría instalada en una casona de Tandil cuidando a dos criaturas camino a mi propia maternidad.
Tras el almuerzo, los niños se dan una pequeña siesta y Ana me enseña a usar los handies, a que las cámaras siempre deben estar grabando y que tienen transmisión inmediata con los celulares de los padres al igual que con un monitor que tienen con la mesita de noche. No sé si me da tranquilidad saber que me están observando constantemente.
–No es para que te sientas perseguida–me dice Ana–, tienen las cámaras por toda la casa vigilando el trabajo de las niñeras y es un poco hartante, lo sé, pero ellos solo están controlando en la noche. De día trabajan todo el tiempo, inclusive hasta la madrugada y luego empiezan muy temprano.
–¿En qué momento descansan?
–En las siestas.
–¿Se supone que ahora están descansando?
–Emmm, algo así, se supone que deberían hacerlo, pero deben de estar poniendo las cosas de panadería en los hornos.
–Vaya, qué vida de sacrificio. ¿No tienen empleados?
–Sí, un par, pero ellos también descansan.
–Comprendo. Vaya.
Uno de los bebés se remueve en la cuna y le vemos a través de una pantalla que tenemos en la sala.
–¿Quieres que vaya yo?–le digo a Ana.
–Mejor practica preparar el biberón y llévalo, veremos si nos dan su aprobado los pequeños. Recuerda vigilar que sea temperatura tibia y no caliente.
–Hecho.
Ella se va a la habitación y yo también a la cocina interna que hay en la casa.
Intento preparar la mamadera para Nina quien acaba de despertarse y deduzco que no tardará en despertar también a Polo así que tendrán que ser dos, cuando me doy cuenta de que no puedo encontrar la leche en polvo en ninguna parte. Frunzo el ceño, sintiendo una punzada de pánico mientras busco entre los armarios y cajones, pero la leche sigue siendo esquiva.
Ana me dijo antes que si algo no encontraba podía pedirlo en la cocina del restaurante o si tenía dudas le podía consultar a Paula, pero escucho ruidos en el restaurante así que la cocina ha de estar vacía.
Decidida a encontrar la leche en polvo por mí misma, decido moverme hasta el restaurante y entrar en la cocina, aprovechando que no veo a nadie. Mi corazón late con fuerza mientras me aventuro en el territorio desconocido, esperando encontrar lo que necesito sin ser descubierta ni mostrar que soy un poco ineficiente o que crean que no me he grabado todas las indicaciones de Ana.
Sin embargo, mi búsqueda no pasa desapercibida por mucho tiempo. Justo cuando estoy a punto de abrir otro armario, escucho una voz detrás de mí y me tenso instantáneamente como un ladrón que acaba de ser atrapado. Me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con Leo, el dueño del restaurante.
Su quijada cuadrada y su cabello rubio acompaña a la perfección su barba abundante que no hace juego con el entrecejo fruncido de él. Creo que lo tiene así desde que llegué a esta casa, ¡se le arrugará esa bonita cara que tiene!
No lleva puesto el uniforme de chef, por el contrario se lo ve más relajado con una musculosa que está llena de sudor y es la pauta de que ha estado haciendo ejercicio. Entonces, quien estaba haciendo ruido en el restaurante era Paula, él estaba haciendo ejercicio y madre mía, qué bello se ve.
–¿Qué estás haciendo aquí?–pregunta él directo hacia mí con su tono lleno de sorpresa y desconfianza.
Trago saliva, tratando de encontrar las palabras adecuadas para explicarme sin que desconfíen de que anda de ladrona.
–Yo… Yo quiero… leche–respondo rápidamente, sintiéndome como una chiquilla atrapada con la mano en la lata de galletas.
Entonces caigo en la cuenta de lo que acabo de decirle.
–¿Qué?–me dice él.
¡Rayos!
Trago con cierta dificultad e intento vencer mi nerviosismo para explicarme mejor:
–Lo… Lo siento, señor… Leo… ¿Leonardo?
–Señor Martino. Leonardo Martino.
–¡Lo siento! Señor… Martino. ¿Me daría leche?
–¿Qué? –Eleva una ceja.
–¡Digo! Si me da… ¡Su leche!
–¿A ti?
–¡No! Digo… ¡Digo!–. ¡CARAY, CONCÉNTRATE, INÉS!–. No encuentro la leche fortificada para preparar los biberones. ¿Me la puede dar?
Leo frunce el ceño, mirándome con cierto escepticismo.
–Lo siento, Inés–dice él con un suspiro arrojando una toalla mojada sobre una encimera–. Solo tenemos leche para cocinar aquí. La leche fortificada para los niños está en la alacena baja a la derecha, no en la alta.
–¡Oh! ¡Sí, es verdad! ¡Lo siento mucho…señor Martino!
Asiento con gratitud, decidida a ser más cuidadosa en el futuro e intento sobrepasarlo por un costado, sin embargo, me cruza cara a cara en la entrada:
–Y no entres en mi cocina sin mi permiso o el de mi esposa.
Trago con dificultad e intento salir de ahí huyendo con el corazón en un puño.