Inesperado Amor

11. INÉS

Jamás creí que sería tan extrañamente emocionante la vida de niñera, donde el insomnio es el compañero de cama más fiel y los biberones con llantos y unos cuantos “buaabuuububu” son tu playlist de medianoche. Debo confesar que, para mi propio asombro, mis noches están más llenas de lágrimas y pañales que de dulces sueños y príncipes encantados. Admito que estaba advertida de que esto sería así, pero ufff, cómo agota y cuán diferente es a cuando lo ves en una película o te lo cuentan y cuando lo vives en carne propia.

Así que aquí estoy, en mi sillón convertido en una especie de trono de la desesperación, tratando de convencer a los bebés de que la cuna es un lugar mucho más adecuado para dormir que mis brazos. No obstante, el concierto de rock de llantos continúa una y otra vez, como si mis esfuerzos por dormir fueran el bocadillo más sabroso del mundo.

Después de lo que parece una eternidad de arrullos y biberones, finalmente logro acomodarme en mi improvisada cama que es un sillón junto a la cuna de los niños, ya me da miedo irme a mi cama y que los niños lloren y no escucharlos porque estaría yo demasiado cansada. Además, es como si estos bebés tuvieran un reloj interno programado para interrumpir mi sueño cada cinco minutos, no pasa mucho tiempo antes de que vuelvan a hacer su entrada triunfal al mundo de la vigilia a toda hora mientras la luna pasa por todas sus posiciones a través de la ventana mientras los sacudo entre mis brazos al ritmo de la canción de cuna que me voy inventando cada vez.

Cuando por fin Polo concilia el sueño y Nina le sigue casi por imitación, observo que la línea del horizonte a lo lejos, más allá del monte en Tandil, se marca con los rayos de luz de un agradable amanecer que me advierte que empiezan mis tareas diurnas y que mejor sería olvidar la idea de tomarme un descanso. ¿Dormir a la par de ellos? Claro que no. Cuando escucho ruidos en la habitación continua, el baño privado del matrimonio Martino y al rato se aparece una figura por el pasillo que me toma por sorpresa aún con Nina meciéndola entre mis brazos.

Es entonces cuando veo pasar al padre de los bebés, envuelto en una toalla como si fuera una estrella de cine saliendo de una piscina. Debo parpadear varias veces para procesar la escena deliciosa que acabo de vivenciar. ¡Cielos, que visión! No me saluda ni nada, típico del Señor Gruñón, pero ¿quién necesita saludos cuando tienes frente a ti a un Adonis recién salido de la ducha?

Mis ojos se abren como platos mientras lo observo pasar, es solo un lapso de uno o dos segundos, pero la imagen queda grabada en mi cabeza. Maravillada por la obra maestra de la anatomía masculina que tengo ante mí estoy segura que podría escribir un poema sobre sus músculos, una oda a sus abdominales, una sinfonía de sus pectorales y entregarle un premio Nobel de la Paz a sus glúteos por embellecer de manera magnánima nuestro mundo. En cambio me quedo allí, en mi suerte de “sillón-cama”, con una sonrisa tonta en el rostro y el corazón latiendo como un tambor de guerra espiando las gotitas de agua que han dejado sus pies descalzos en el suelo reluciente. Si se le caen unas gotitas cerca de mí, no me molestaría beberlas.

Me vuelvo a Nina y considero acostarla en su cunita cuando escucho ruidos desde la cocina interna de la casa, algo que parece ser puesto en funcionamiento como una cafetera y un sonido agradable bajito, probablemente sea una melodía de piano. Él está ahí.

Con el horizonte tiñendose de rosa y naranja más los pequeños Polo y Nina dormidos como angelitos, mi mente comienza a trazar planes para escapar de esta habitación y dirigirme a la cocina en busca de un merecido bocado visual. Me las arreglo para deslizarme con cuidado, tratando de no despertar a los bebés y busco los biberones con movimientos silenciosos y ágiles porque se me acaba de ocurrir la urgente idea de que tengo que ir a lavarlos.

Una vez reunidos los biberones, me aventuro hacia la cocina, sintiendo un hormigueo de anticipación por el café y las tostadas que arrojan un aroma delicioso. Sin embargo, al llegar, lo veo ahí, de espaldas, reponiendo café de grano en la máquina con la toalla cerrada a la altura de su cintura definida, sus pompis levantadas y su enorme espalda que forma una V con cada músculo perfectamente definido.

Madre mía, ¡me muero aquí!

–¿Se te ofrece algo, Inés?–me dice él, atrapándome sin siquiera volverse a mirarme y el mundo entero se cierne en mí con la obligación de avanzar.

–Bu-buenos días… Señor Martino–digo con una sonrisa forzosa en mi rostro, tratando de ser lo más cuerda posible a pesar de mi cansancio y de la dosis de éxtasis que tiene mi panorama ahora mismo.

No me contesta como el muy caballero que es, solo sigue con lo suyo hasta que llego a la bacha y enjuago las botellas de los niños.

¡El corazón me va a mil, pero no puedo dejar de mirarlo aún de reojo! Intento ser disimulada, miro mi móvil luego de dejar los biberones como si hiciera tiempo o pensara en alternativas para sacarle información.

Una vez que se dirige al pasillo mis ojos se encuentran con el espectáculo de su cabello rubio y mojado ligeramente desordenado, una expresión de cansancio en el rostro, aún así irradiando una especie de encanto rudo y masculino que me hace sentir... bueno, hambrienta de más que solo tostadas y café.

Hasta que caigo en la cuenta de que mi móvil está en mis manos: a la velocidad de la luz busco la cámara, lo mantengo en silencio y disparo una sigilosa fotografía de su enorme espalda justo antes de que desaparezca por el pasillo.

Dios santo, el corazón me va a mil, pero me siento victoriosa y…culpable. ¡Caray, caray, caray, perdóname Paula!

 




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