–Hola, mamá–digo con voz temblorosa, sintiendo cómo la emoción cargada en esas palabras se acumula en mi pecho.
Hay un silencio breve del otro lado el cual me da la pauta de que probablemente se haya arrepentido de llamarme, hasta que por fin contesta:
–Inés. Tú no dejas de sorprenderme, la verdad.
Algo parece hacer cortocircuito en mi interior al escucharle decirme eso.
–¿Qué…?
Miro en todas direcciones en la sala de la casa, incluso echo un vistazo al monitor de los niños antes de acercarme al ventanal para hablar con una pizca más de soltura sin montar una escena en la casa.
–Me enteré por tu compañera de tu trabajo que te fuiste a Tandil a trabajar. ¿Estás loca? No tienes un peso partido por la mitad, ¿dónde te estás quedando allá y qué se supone que estás haciendo exactamente? ¿Lavando copas, platos?
–Basta, mamá. Te pido que no me llames para hacerme sentir como una inútil, si me hablas que sea porque buscas darme tu apoyo.
–Claro la estúpida siempre debe salir a protegerte y compensar lo que haces, es realmente injusto, Inés.
–Yo no te he pedido nada. Solo te dije de mi embarazo y me dijiste que me fuera de tu casa, ahora no haces más que seguirme tratando como a una buena para nada.
–¡Eres experta en tomar pésimas decisiones! ¿Estás durmiendo en la calle?
–No. No estoy durmiendo en la calle.
–¿En un albergue?
–Okay, creo que tengo que cortar, estoy trabajando.
Tal como sospechaba, debo tolerar una avalancha de acusaciones y recriminaciones, como un vendaval de dolor y decepción. Mi madre me recrimina por haber abandonado la casa, por haberme ido a otra ciudad sin siquiera decírselo en persona, por haberme refugiado en la casa de mi mejor amiga como si fuera una niña asustada los primeros días y ahora no tiene la información concreta de dónde estoy porque decidí que no debería tenerla. Parece ser la misión de su vida hacerme infeliz. Cada palabra es como un cuchillo en el corazón, cortante y punzante.
–¿Cómo pudiste hacer esto, Inés?–pregunta ella, rompiendo en llanto y me llena de confusión–. ¿Por qué no viniste a mí en busca de ayuda? ¿Por qué te fuiste como una cobarde y te escondiste?
–¡Tú…me dijiste que me fuera!
–¡Necesitaba pensar! Tantas cosas juntas no me hacen bien y sabes que todo es mucho más difícil desde que se fue tu padre.
–Al menos él hubiera tenido la decencia de no echarme a patadas.
–¡Yo tuve el valor de quedarme, Inés! ¡Yo tuve el valor de no matarme y quedarme contigo para cuidarte y…!
Las lágrimas amenazan con desbordarse mientras intento encontrar las palabras adecuadas para responder, pero mi voz se queda atrapada en mi garganta. Me siento como una niña indefensa, enfrentando la ira de mi madre una vez más, sin saber cómo manejar la situación.
Pero esta vez, algo dentro de mí se enciende, una chispa de determinación y coraje que me impulsa a levantar la cabeza y enfrentarla.
–Yo tampoco soy una cobarde, mamá–digo con firmeza, mis palabras quedan resonando con una fuerza que ni siquiera sabía que tenía–. Dime para qué llamaste porque es en serio cuando te digo que estoy trabajando.
–Vas a volver. Sé que vas a volver. Nadie toma empleada a una mujer embarazada que a corto plazo le implicará pérdidas con licencias, al menos aquí en la costa tenías trabajo en un restaurante de temporada alta.
–Haciendo lomos y pizzas–le digo–, con un sueldo por monedas, casi sin propinas, trabajando un montón y con olor a aceite en mi pelo las veinticuatro horas.
–Hubiera sido mejor si decidías llevar un trabajo honorable con estudios universitarios que lugo te den una mejor expectativa laboral.
¿En serio va a criticar cada una de mis decisiones? ¿Está intentando decirme que regrese a casa, pero de una manera horriblemente cruel y no puede con ella misma ante la dicotomía de emociones que le implica saber que estoy embarazada? Que yo sepa, ella no era mucho mayor que yo cuando se quedó embrazada también y quizá se deba a eso que odie tanto verme así.
–Mamá, probablemente sea importante que pidas una internación psiquiátrica para que te ayuden porque no estás bien y eso hace que yo no esté bien. Entiendo lo mucho por lo que has tenido que pasar este tiempo, pero yo no debo ser quien pague por tu dolor, suficiente tengo con el mío. Estoy aquí porque necesito hacer lo que es mejor para mí y para mi hijo. Y si eso significa no volver a casa contigo, entonces así será.
Hay un momento de silencio en el otro extremo de la línea, como si mi madre estuviera procesando mis palabras, antes de que finalmente estallara en una furia renovada. Me llama nombres hirientes, insultos, me acusa de traición y egoísmo por tratarla “de loca”, de que soy una z***, que no reconoce la clase de bestia que se supone que ha criado y a quien ha alimentado todos estos años bajo su techo, pero ya no estoy dispuesta a escuchar.
Con un movimiento rápido, corto la llamada y dejo caer el teléfono, sintiendo un alivio abrumador al liberarme de su influencia tóxica, pero que no es muy liviano en mi sensación de culpa y en la parte de mí que le cree cada una de sus terribles palabras.
Una presión en mi pecho me provoca unas severas ganas de llorar que suben por mi garganta, pero lo intento contener con un esfuerzo descomunal antes de que una crisis de angustia o algo así se pueda desatar.
Siento un nudo en la garganta cuando, sin darme cuenta, me doy vuelta y me encuentro de cara con…
–Paula–murmuro.
¡CIELOS! Ha escuchado cada palabra de mi dolorosa conversación con mi madre. Mis ojos están húmedos por las lágrimas que amenazan con caer, pero me esfuerzo por mantener la compostura frente a ella. De pronto mi cabeza sopesa un montón de alternativas como el hecho de que piense que estoy con problemas y que será mejor que no trabaje de este modo o que no estaría bien visto o no sería un buen ejemplo para sus hijos verme llorar o que mis emociones puedan afectar mi labor.