Jugando a ser papá

XVI. Estoy aquí

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—¿Por qué no me llamaron? —pregunto a la encargada de la guardería al ver a mi hijo ardiendo en fiebre—. Le he dicho que no se veía bien, que me llamara si empeoraba.

—Lo siento, señorita, Alex estaba dormido y de pronto se puso así; me acabo de dar cuenta. Son muchos niños, es imposible enfocarnos solo en uno —explica su pobre argumento, provocando que la sangre me hierva en las venas—. Estaba por hablarle, de verdad…

Inhalo una honda bocanada de aire que no hace nada por calmarme, pero hago un esfuerzo por comportarme antes de hablar o terminaré retirando a Alex de la guardería; un lujo que no puedo darme ya que necesito que alguien lo cuide mientras trabajo.

—¿Hace cuánto está así? —cuestiono, luchando por controlar la molestia en mi voz.

—Tenía alrededor de una hora dormido y apenas despertó me di cuenta de la fiebre.

—¡¿Una hora?! —me exalto—. ¡Pudo haber convulsionado mientras dormía con esta fiebre! —alego.

Saco mi teléfono y llamo a un taxi. No tengo tiempo para esperar un autobús con Alex así.

El nombre de Diego viene a mi mente y, aunque sé que lo atendería sin ningún problema, recuerdo la fila de pacientes que esperaban por él cuando salí de la clínica y me convenzo de que no es una opción.

Podría llamarle a Noah, pero después de haberle dicho que me estaba asfixiando, me parece una hipocresía de mi parte pedirle que venga por mí.

—¿Puedo hacer algo por usted? —pregunta la encargada, pero baja la cabeza después de que la fulmino con la mirada.

—No, gracias, ya hicieron suficiente por hoy —respondo, sorprendiéndome a mí misma con mi mal humor.

La mujer se despide después de brindarme una tonta disculpa y vuelve a entrar a la guardería. Espero unos minutos más y agradezco a Dios que el taxi no tarda demasiado.

Mi corazón se parte en mil pedazos al escuchar los gimoteos de mi hijo; en estos momentos desearía poseer algún poder sobre humano que me permitiera sanarlo, pues jamás he experimentado más angustia que cuando él enferma. No es la primera vez que lo hace y, a pesar de lo que yo desee, no creo que sea la última, pero cada vez que lo veo sufrir algún tipo de dolor mi agonía es la misma.

Llegamos a casa mucho más rápido de lo que lo hubiéramos hecho de viajar en el autobús y apenas entramos me dirijo al baño a preparar la tina. Mientras se llena, le doy la dosis de ibuprofeno que le fue indicada por el pediatra durante su última consulta  y lo desvisto para meterlo a la bañera.

Su piel está tan caliente que sus mejillas se ven rojas y solo puedo rogarle a Dios que le baje la temperatura lo antes posible.

—Vas a estar bien, mi amor —digo con voz entrecortada—. Aquí está mamá.

—Ma-má —balbucea aferrándose a mi ropa cuando intento meterlo a la tina.

Llora al sentir el agua que, por más tibia que esté, para él debe sentirse como un cubo de hielo. Se me parte el alma al verlo tiritar de frío, pero es la manera más rápida que se me ocurre para bajarle la fiebre.

—Ya… ya, mi amor. Te vas a sentir mejor —le explico como si pudiera entenderme y me enfoco en mojar su cuerpo hasta que siento que la calentura le ha bajado un poco.

Lo llevo a la cama y me esmero en mimarlo hasta que se queda dormido. Aprovecho para preparar una cena rápida, pues sé que esto apenas comienza y seguramente no habrá otro momento para hacerlo. Alex despierta e insisto para que coma un poco, pero se niega a comer nada sólido y termino preparándole un biberón. Sigue desganado; sin embargo, su temperatura ha bajado gracias a Dios. Aunque no se siente de humor para jugar, hago cuanto puedo por entretenerlo, ya que casi estoy segura de que en cuanto se quede dormido volverá a sentirse mal.

Ya es tarde para cuando Alex sucumbe al sueño y lo acomodo en su cuna mientras  me coloco un pijama cómodo, me quito los aretes y cuando trato de quitarme la pulsera que me dio Noah la presiono sin querer. Pasa un minuto antes de que mi teléfono comience a sonar y, a pesar del cansancio, sonrío al ver su nombre en la pantalla.

—Ann… ¿estás bien? —pregunta cuando atiendo la llamada.

—Sí, perdón por molestarte, estaba guardando la pulsera y la presioné por accidente —le explico—. Estaba por ir a la cama.

—Oh… ¡qué bien! —exclama—. ¿Cómo le fue a Alex hoy en la guardería?

—Ni me lo recuerdes —resoplo con enfado—. Alex estaba ardiendo en fiebre cuando lo recogí y no me avisaron que se sentía mal —increpo—. ¿Puedes creerlo? ¡Pudo haber convulsionado!

—Ann, eso es una negligencia —gruñe igual de molesto—. No puedes volver a llevarlo a ese lugar.

—¿Y qué voy a hacer? Tengo que trabajar.

No responde al instante, pues sabe que tengo razón.

—¿Cómo está él ahora? —cuestiona con preocupación. Justo en ese momento mi hijo despierta vomitando sobre sus sábanas.

—¡Alex! —chillo; suelto el teléfono y corro hacia él.

Me olvido de la llamada, supongo que Noah entenderá que estoy ocupada cuidando de mi hijo.




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