10 de marzo de 1927
– ¿Acaso en nuestra región de verdad han levantado la prohibición de los discursos de Hitler?! ¡Esto es algún malentendido! ¡Eso no puede ser! – exclamó con suma indignación Stefan Kopp.
– Y si así ha ocurrido, ¿de qué sirven ya lamentos vanos y espectrales? No podemos de ningún modo cambiar esa decisión, ni influir en una voluntad más poderosa que la nuestra, y por consiguiente… ¿para qué mortificarse con pensamientos sobre ello? En la misma hora en que los políticos se entregan a la política, ¡nosotros, servidores del arte, debemos como nunca antes servir con ardor y fiereza al arte! ¡Lea usted, Stefan, mi nueva obra! – Matthias Spitz transmitió con gran convicción a Stefan Kopp su nueva creación, tras lo cual este último, sin dudar un instante, se sumergió de inmediato en los confines de esa realidad verdaderamente única y universal:
«Quemado por el fuego del amor amargo,
Denis Ramí deambulaba de noche,
por calles desprovistas de luz –
en su compañía tan solo grajos
y búhos lo acompañaban,
rompiendo a ratos el silencio
con su sonoridad cansada,
y el timbre de la tristeza del ser.
Sometido al influjo de sus sentimientos,
de esperanzas rotas poco antes,
caminaba sin cesar hacia algún lugar,
sin pegar jamás los párpados –
como espíritu de Ahasvero,
incapaz de hallar refugio,
ni en fantasías ni quimeras,
ni en casa ni en cienos de pantanos.
Sólo al imaginarla a ella,
en el instante en que la negativa fue realidad,
a la vida que, marchitándose,
hallaba la suprema de las terrenas bellezas
en un amor sin codicia,
Denis Ramí se atormentaba:
su alma en ella vislumbraba
la dicha de una vida dulce,
plena de felicidad entera,
y rayos luminosos de calor –
a menudo en ardor indómito,
que reduce todo a polvo, ceniza,
vemos encanto, aunque corruptor,
pues tal es la naturaleza de su frente,
y más aún para aquellas raíces
que se extienden hacia el fuego cercano.
Ese fuego llevaba nombre de Alejandra –
con su rechazo quemaba su pecho, castigando.
¡Denis Ramí, desdichado! –
¿para qué bebiste el vino de sus ojos,
la dulzura torturante de ella,
en aquel día tierno del sentimiento?
¿Por qué miraste su santa juventud,
el cautiverio de su carne purísima?
¿Por qué gustaste de sus pestañas
el embriago del amanecer de sus labios,
traicionando límites de la existencia,
por ese engaño pasajero?
¿Por qué te hundiste en el firmamento,
de aquellas nubes cuya blancura,
en cadenas de azul ternura,
resonaba en sus ojos?
Tú eres culpable, Denis, ingenuo,
tú solo culpable de todo –
por haber creído en la imagen divina,
serás arrojado a las profundidades
sin gloria y con rudeza
por Temis, cuyo nombre es la vida.
¡Ah, qué necio es creer en el mundo
que hallarás reciprocidad – premio –
allí donde resistir es imposible,
y perder equivale a la muerte!
Entonces Denis, clamando a Dios,
elevó un deseo audaz –
que venciera la angustia de su alma,
y diera a su espíritu el más leve peso,
que el Altísimo lo convirtiera en ave,
su esencia doliente y quejumbrosa:
él se elevaría hacia los cielos –
mas en verdad tan sólo para
poder contemplar de cerca su rostro,
y no consumirse en amarga pasión,
engendrando en sí mismo el mal.
En silencio le respondió Dios,
pero entonces, bajando la mirada,
se tornó complaciente con aquel
que había sido desterrado de los montes,
que se nombran Edén –
y de inmediato el astuto Lucifer
transformó al insensato efebo
en criatura de sus esferas bajas y viciosas,
convirtiendo al joven pronto
en bello y pintado semblante de ave.
A cambio exigió muy poco,
conforme a la esencia de sus intrigas –
sólo su alma después de la muerte.
Al posarse en su ventana,
miró adentro con grandeza,
y vio a ella sola –
¡donación de celestial delicia!
Dentro, como antes, se encendió,
y en danza expresó su confesión,
¡y en esa danza se convirtió hoy!
Momentos jubilosos aquellos,
que alargó hasta el amanecer,
fue el más feliz del mundo,
aunque la esencia de ave encadenara
todos sus movimientos –
mas no podía encadenar sus tiernos sentimientos.
Pero ¿es la dicha eterna en este mundo?
En uno de aquellos días vistosos y brillantes,
Denis vio el encuentro de sentimientos –
el amor purísimo de dos seres.
Y al lanzar su mirada celosa
sobre aquella tierna esencia y carne,
no pudo en sí, aunque con empeño,
vencer su ardiente impulso.
Se quebró en un instante el pajarillo:
no soportó el delirio del amor,
y su fogosa alma estalló
en centenares, millares de fragmentos –
en ese mismo instante irrumpió en el infierno
el alma de aquel que había sido más dichoso
que cualquier dios del Olimpo.
¡Ay, si Denis no hubiera sido ave,
ay, si hubiese vivido como hombre,
jamás se habría destrozado
contra el duro siglo de la vida!
Con el tiempo, olvidando el rechazo,
quizá sanando sus heridas,
o amando un alma pura,
¡hubiera sido lo que no fue!
Pero no confió en Dios,
eligió el sendero fugaz de la dicha –
quien va con el diablo en camino,
su destino es uno: volar,
para luego hundirse en la eternidad,
donde no hay ni gozo ni bondad –
donde nada se honra en silencio,
sino sólo con palabras de fuego…»