Karenina

Siete días antes de la boda

Martes 22 de septiembre de 2015

—¿Cómo te fue con el Payano ayer, Karenina?

La asesino mentalmente de formas que si describo terminaría en alguna institución gubernamental.

—¿Por qué no me dijiste que era Samuel Payano?

—Te lo dije, en la nota.

—Sí, pero no me dijiste que era “ese” Samuel Payano.

—Oh, vamos, Kar, ¿Cómo se supone que sabría que es el chico hermano de tu amiga de la universidad, que me contaste que te… —la miro— que claramente no te tiraste y que tampoco le quitaste la virginidad?

—¡No entiendo qué hacer aquí, Dios mío!

—Los chicos nunca olvidan su primer —hace una seña muy extraña que ni me atrevo a definir en mi cabeza.

—Madura, Sara.

—Es cierto, es la fantasía de las fantasías, ¡La amiga de su hermana, que, alerta plus, es mayorcita!

—Por tu culpa no pude terminar cosas que tenía que hacer ayer, no pude dormir y me levanté tarde hoy, no me dio tiempo a colar café y Alonzo no se digna en traerme un café que no esté frío. Son las dos de la tarde, no me bebí mi café de las ocho, ni las nueve veinte, no me bebí mi café de las once, ni de las doce, ni de las una, ni de las dos. Así que te aconsejo que busques algo negro que me pueda beber, así sea aceite de motor, porque voy a matar a alguien y eres la única persona en esta oficina —sobo mis sienes mientras me siento en la silla detrás de mi escritorio. Suena que tocan la puerta —, ¡Pase!

—S-señora Atalaya —susurra Alonzo entrando.

Ese maldito…

—¿Qué quieres? ¿Ya está…?

—No aún no, la portada será entregada a las cuatro, señora. No vine para eso…

—¿Y para qué viniste, entonces?

—Es que,  mañana, pues… mi novio… porque soy gay…

—¿Por qué me debería importar? —le fulmino con la mirada— Agiliza. 

—Mi novio cumple años y me gustaría… —le hago señas con las manos para que hable rápido, porque no tengo todo el día— el día libre, señora.

—¿Un día libre? —pregunto ahorrándome las mil maldiciones que quiero decir— Tienes tres días trabajando, andamos necesitando personal… Y tú quieres un día libre…

—¿Sabe qué? Ya no… 

—No —me levanto—, tómate el día libre. Tómate dos, tres y el resto de tu vida —camino hasta él, y cierro la puerta en su cara—. Despedido, Alonzo.

Suspiro fuerte.

Como sea.

—No me enviaste las preguntas y no respondiste mis llamadas. 

—No tengo ánimos para ti, demonios, Sara. Haz tú las preguntas esas, Samuel no quiere responderlas para mí y tengo cosas qué hacer. Administración anda retrasada en informes, recursos humanos no me responde a la contratación que debemos hacer, gráfica no agiliza y demonios, no tengo paciencia para Sam. 

Sara camina por mi oficina.

—En fin, los niños de mi hombre —la miro, ella fuerza una sonrisa—, son terribles —ríe—. No se callan, siempre tienen algo que decir, me odian, creen que causé el divorcio de sus padres, me tiraron comida encima, me echaron refresco arriba, una se atragantó con un mabí y me vomitó encima, me llamaron “zorra” …

—“Ya no eres una zorra, Palmer”.

—Necesito una aspirina —dice Sara para finalizar— y un internado.

La ignoro y sigo hojeando las propuestas para la sección de farándula. Pobres figuras públicas, sufren del cáncer del amarillismo.

—¡Demonios necesito café! —grito pasando los dedos por mi pelo.

—Al parecer llegué a tiempo —oigo que alguien dice.

Estoy a tres palabras que salgan de esos labios para tener una migraña endemoniada.

—Samuel…

—Karenina, que bella—ahí están las tres palabras…— ¿Cómo va tu día? —gruño cuando me saluda—, como café sin azúcar, por lo que veo.

—¿Cuál es el problema de beber café sin azúcar?  Los que les gusta el café azucarado son gente débil.

—Los que beben café sin azúcar sin gente sin amor —susurra Sara.

—Los que le echan les falta odio.

Quizás hacer tantos corajes no me hará bien, pero ¡Él no coopera!

—No te bebiste el café Queen Latifah que te pedí.

—Sam —digo con paz—, Ando estresada, mil vainas, mil vainas más. ¡No tengo tiempo para beber tus cafés y tus juegos! No somos niños ya.

—Lo sé, Karen —dice—, pero sí podemos seguir jugando.

—Hazme el favor, si no fuera porque eres el hermano de Samantha te golpearía ahora mismo, no estoy en ti, no estoy en gente.

—La verdad, nunca nos detuvo mi hermana —se carcajea y Sara me mira desde detrás de él, sube y baja sus cejas con maldita gracia y se larga—, recuerdo que dijiste algo parecido cuando tenías 22. 

Demonios.

—Ya no tengo 22.

—Nop, te añejaste.

—¿Me estás llamando vieja?

—Jamás, sigues viéndote igual de preciosa.

—Samuel, ¿Eso es café lo que tienes en la mano? —asiente— evita seguir hablando y dámelo. 

—Tripe, sin azúcar. A la roca —una leve sonrisa sale de mí. Cierro lo que estaba leyendo y tomo el termo… está calientito —. Te conozco bien.

—Entonces —me doy un sorbo y lo disfruto con los ojos cerrados—, deberías saber que debes responder las preguntas.

—¿No ibas a dárselas a la señorita Sara? —me pregunta con burla. 

Ahora mismo no viste con traje formal, sino que anda con una camisa blanca, lisa, y remangada en sus brazos… como si fuera apropósito, porque entonces debo fijarme en lo fuertes que están. Aún así está tierno a la vista. Está más alto, hombros más anchos, su voz es más gruesa, está más seguro de sí mismo.

—Hoy a las tres, en Ágora Mall. 

Anoto que tengo una reunión con él.

—Que no digas por favor no ayuda mucho.

—Restaurante Ana —le ordeno mirándolo a los ojos mientras bebo mi café.

—¿No vas a usar los modales?

—Nunca te he pedido por favor, y no será la primera vez que cedes. ¿Por qué cambiar esa dinámica?

—Porque ya no quiero ceder, Karenina, quiero seas tú la que ceda esta vez. 




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