La ciudad parecía gritar en silencio, como si sus edificios, muros y postes oxidados suplicaran en voz baja por los hijos que se había tragado. Faroles temblorosos parpadeaban con la última energía que les quedaba, mientras a lo lejos las sirenas cortaban el aire como cuchillas oxidadas. El eco de pasos apresurados se mezclaba con el golpeteo constante de la lluvia sobre el asfalto agrietado.
Asakawa no dormía. Nunca lo hacía. Cuando el sol se escondía detrás de los edificios rotos, salían las verdaderas sombras: bandas, traiciones, peleas sucias, adolescentes convertidos en soldados. Y entre todos ellos, siempre al margen, Riku Takane. Solo. Roto. Silencioso como un cuchillo desenvainado.
Cruzó la avenida sin mirar a los lados, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta empapada. Una herida en su ceja izquierda seguía sangrando, pero no le importaba. No dolía.
El dolor físico era lo único que todavía le hacía sentir que no estaba muerto por dentro. Aunque si tenía que ser honesto —y jamás lo era—, muchas veces deseaba que así fuera.
El aire olía a hierro y a agua estancada. El hedor de una ciudad podrida. Cada día en Asakawa comenzaba con una pelea y terminaba igual. Aprendías a defenderte o terminabas como los demás: un cuerpo más bajo la lluvia, olvidado en una esquina, entre basura y grafitis que nadie leía.
Riku se detuvo frente a un edificio viejo de ladrillos apagados: la clínica Kanzaki.
El cartel colgaba torcido, el letrero de “abierto” estaba desteñido y una máquina de café abandonada en la entrada parecía haber perdido la voluntad de funcionar. Nadie con algo de sentido común entraría ahí. Excepto los que ya no tenían elección. Excepto él.
Suspiró profundamente y levantó la vista. Su reflejo en el cristal sucio le devolvió la imagen de un chico al borde. Cabello oscuro, húmedo, despeinado, cayéndole sobre la frente sin ocultar del todo la herida reciente. Sus ojos, grises como acero desgastado, no mostraban ni rabia ni miedo. Solo vacío.
Empujó la puerta con el hombro. La campanilla colgada sobre la entrada sonó, emitiendo un timbre oxidado y triste que se perdió en el aire pesado de la noche.
Y por primera vez en horas, Riku pensó: ―Tal vez no quiero morir esta noche.
—Un segundo —dijo una voz femenina, clara pero firme.
Riku se detuvo.
Ella apareció entre las sombras del pasillo como si la noche misma la hubiera moldeado: llevaba una bata blanca con manchas de tinta, el cabello recogido a medias, y un lápiz entre los labios. Sus ojos color miel lo miraron como si pudieran leerle los huesos.
Ren Kanzaki.
Riku se quedó inmóvil, atrapado. No por la sorpresa, sino por la intensidad de esa mirada: cálida, viva, demasiado parecida a la de alguien a quien había perdido.
—Estás sangrando —dijo ella, con un tono neutro, casi clínico.
Riku parpadeó y reaccionó.
—No es nada.
Ren frunció el ceño.
—¿Y entonces por qué entraste?
Riku la miró directo. No estaba acostumbrado a que le respondieran sin miedo. —No vine por atención médica. Solo necesitaba… un lugar sin ruido.
Ren cruzó los brazos.
—Aquí no regalamos silencio, ¿sabes?
Hubo un breve silencio. Riku bajó la mirada, luego caminó despacio hasta una de las sillas de espera. Se dejó caer sin pedir permiso. Respiró hondo. La manga de su camiseta colgaba rota, dejando al descubierto moretones frescos en el brazo. Sus nudillos estaban partidos, y la sangre aún se deslizaba por su ceja.
Ren lo observó desde el marco de la puerta, estudiándolo. Había algo en él que no encajaba. No era solo su aspecto. Era la forma en la que ocupaba el espacio: con cuidado extremo, como si tuviera miedo de contaminarlo… o de romperlo.
Resopló, molesta consigo misma. Sabía que se arrepentiría algún día.
Tomó el botiquín de primeros auxilios de la mesa, se arrodilló frente a él y abrió la tapa sin decir una palabra.
—Voy a revisar esas heridas —anunció, sin mirarlo.
Riku alzó las cejas, incrédulo.
—Ya te dije que no vine por eso.
Ren ni se inmutó.
—Y yo no te pregunté si querías. Dije que lo haré.
Lo miró, directo, firme.
—Puedes quedarte con tu dolor si quieres. Pero no vas a morir aquí.
Riku vaciló. Nadie le hablaba así desde…
No respondió. Solo asintió, muy leve.
Ren comenzó a limpiar la sangre. El alcohol ardía, pero él no hizo ni un gesto.
Sus ojos grises permanecieron fijos en el techo, como si contara los segundos que le faltaban para desaparecer.
—Tienes huesos rotos bajo esta piel —dijo ella, sin levantar la vista—. Pero no los de las costillas. Hablo de los otros.
Riku entrecerró los ojos.
—¿Eres doctora o adivina?
Ella sonrió, sin apartarse. Recordó a Kaito, a todas las veces que había tenido que coserle heridas parecidas.
—Solo alguien que sabe lo que es cargar con fantasmas.
#1177 en Novela contemporánea
#401 en Joven Adulto
drama amor juvenil, ficcion urbana, novela urbana contemporanea
Editado: 22.04.2025