Kaze no Yoru

Capitulo 2

La lluvia no cesaba. Era inclemente y fría, golpeando a todos por igual, como si el cielo escupiera su desprecio sobre la ciudad sin distinción ni misericordia.

En la esquina de Ichiban Street, donde los postes eléctricos colgaban como esqueletos oxidados y el concreto apestaba a orina, herrumbre y desesperanza, un chico era arrastrado por tres tipos enmascarado, entre gritos ahogados y el chasquido húmedo de los golpes. La sangre se mezclaba con el agua sucia que corría por la acera, tiñéndola de un rojo opaco. Cada impacto sonaba como truenos artificiales contra las paredes podridas de los edificios.

La banda de turno —caras cubiertas con máscaras de zorro baratas, cuchillos oxidados colgando del cinturón— se había adueñado del cruce durante semanas. Se movían como plaga, extorsionando a los más débiles, humillando a los más lentos. Nadie los había desafiado.

Hasta esa noche.

Un estruendo metálico cortó el aire como un disparo. Una tapa de alcantarilla voló por los aires, silbando antes de caer con violencia. Uno de los enmascarados cayó de inmediato, su máscara rota por la brutalidad del impacto.

Y entonces apareció él.

Una figura recortada por los relámpagos, caminando entre la lluvia como si fuera parte de ella. El agua goteaba desde los bordes de su chaqueta sin mangas, ceñida al cuerpo por el peso del agua. Llevaba los nudillos vendados, mal, como si no le importara realmente sanar. Su cabello platinado pegado a la frente, chorreando como si acabara de salir del infierno. En su mejilla izquierda, una cicatriz curva —precisa como una promesa— brillaba bajo la farola. Y sus ojos… ojos de depredador. Fríos, fijos. Color ámbar. Como el oro viejo o la furia retenida.

—Este cruce no se toca —dijo. Su voz era grave, desgastada, como si hubiera pasado horas discutiendo con sus propios demonios.

Uno de los chicos con máscara se lanzó, cuchillo en mano. El desconocido no se movió. Esperó. Y cuando el puño se acercó, lo detuvo con una sola mano. Cerró su puño alrededor de la de su atacante con una fuerza casi antinatural. Se escuchó un crujido. El enmascarado gritó.

—¿Quién carajos eres? —balbuceó el chico, el miedo ya filtrándose en su voz.

El hombre lo empujó al suelo como si fuera un saco vacío. Lo miró desde arriba, con desprecio. Sus ojos ambarinos eran hielo líquido.

—Deberías hablar con más respeto —dijo una voz masculina desde la sombra, con un tono casi burlón.

Un chico delgado emergió del callejón contiguo. Tenía una mochila cruzada al pecho y una sonrisa torcida. Sus ojos brillaban con travesura.

—Estás frente al mismísimo Kaito Minami —continuó con tono teatral—. El León de Asakawa. ¿No te enseñaron historia en la calle?

Kaito giró la cabeza hacia él con una expresión helada.

—No te metas, Tetsuya. Esto es mío.

Tetsuya alzó las manos con fingida inocencia, aunque una sonrisa casi perversa se dibujó en sus labios.

—¿Quién dijo que me iba a meter? —respondió con una media carcajada—. Solo vine a ver al viejo león rugir otra vez. Asakawa lo extrañaba.

El enmascarado en el suelo trató de levantarse, pero Kaito lo pisó con fuerza en el pecho. No era solo dominio físico. Era un mensaje.

—Dile a tu banda —dijo, apretando los dientes— que este cruce tiene nombre. Y no es el suyo.

Pero el segundo enmascarado se lanzó sobre Kaito, cegado por la rabia, con un grito que se ahogó entre la lluvia. Kaito esquivó el primer golpe con un movimiento limpio, casi perezoso, bloqueó el segundo con el antebrazo endurecido por cicatrices, y contraatacó con un rodillazo brutal al abdomen. El aire abandonó al atacante en un solo jadeo, doblándolo como una hoja.

El primero, el que había estado en el suelo, dudó. Sus pies retrocedieron por instinto, pero ya era tarde. Kaito avanzó sin pausa. Como una tormenta silenciosa. Golpe a golpe, directo, implacable. Sin alardes, sin palabras. Solo furia contenida. Solo control.

Cada impacto era un mensaje. Un límite. Un recuerdo.

Desde la sombra de un local cerrado, algunos transeúntes asomaban sus teléfonos, grabando en silencio. Nadie ayudaba. Nadie se atrevía. Pero todos sabían lo que esas imágenes significaban:

Ese cruce tenía dueño otra vez.

Pasaron minutos. O tal vez segundos eternos.

Cuando todo terminó, Kaito se apoyó contra una pared húmeda, respirando hondo. Sus nudillos sangraban por entre las vendas sucias. El agua lavaba la sangre lentamente, llevándola al asfalto como tinta que dibujaba otra historia de violencia.

Alzó la vista hacia la cima de un edificio cercano, donde un cartel parpadeaba con neones moribundos. Allí, en ese techo, años atrás, alguien había reído. Alguien con ojos brillantes y una sonrisa imposible de olvidar.

—Mei... —murmuró.

Ella siempre decía que la ciudad era fea, pero que podía ser hermosa si la mirabas con el corazón limpio. Kaito nunca entendió del todo esa frase... hasta que la perdió. Mei tenía una risa que barría la suciedad del mundo por unos segundos. Peleaba por otros, no por sí misma, y eso lo volvía loco. Le enseñó a no temerle a la ternura en medio del caos. Y aunque nunca se lo dijo con palabras, él la amaba con una devoción callada. Una de esas que solo se nota cuando ya es demasiado tarde.




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