Asakawa no descansaba. Bajo el velo gris, las luces de neón se deshacían en los charcos, y los callejones olían a desesperanza y olvido. Todo parecía más sucio, más viejo, más cruel.
Haru corría.
Sus pies golpeaban el pavimento resbaladizo con torpeza, casi sin control. Su respiración era entrecortada, y su chaqueta empapada, se pegaba a su espalda. Sobre él, llevaba lo más frágil y sagrado que tenía: su madre. Iba envuelta en una manta raída, temblando, apenas consciente. Su tos era grave, húmeda.
No podía detenerse.
No podía fallarle.
Las calles parecían más largas esa noche, más oscuras, como si la ciudad se burlara de su situación.
Tropezando, jadeando, Haru alcanzó la vieja clínica. No era más que un edificio encajado entre dos negocios abandonados, con las ventanas empañadas y un cartel apenas iluminado por un tubo de luz temblorosa. Empujó la puerta con el hombro, deslizándose hacia adentro.
—¡Ayuda! —gritó.
Ren alzó la mirada desde el escritorio, donde revisaba unos papeles manchados de tinta. Llevaba su bata blanca con desgano, el cabello recogido y un lápiz entre los labios. Pero sus ojos... sus ojos color miel se clavaron en Haru.
En cuanto vio al chico y a la mujer colapsando sobre el umbral, se levantó de un salto.
—Ponla aquí, rápido. —dijo con firmeza, despejando la camilla sin necesidad de más preguntas.
Haru obedeció. Sus manos temblaban. Sus nudillos estaban agrietados y sucios de sangre seca. Tenía las mejillas hundidas y los labios partidos. Era el tipo de niño que la ciudad tragaba y escupía sin culpa.
—¿Qué pasó? —preguntó Ren, ya con el estetoscopio colgado al cuello.
—Fiebre... desde ayer... no para. No tenemos dinero, ni seguro... —balbuceó Haru, con la voz estrangulada por la culpa y el cansancio.
—Eso no importa. —Ren lo interrumpió suavemente, sin levantar la mirada—. Está deshidratada... y sus pulmones no suenan bien. Tiene una infección fuerte. Necesita tratamiento ya.
Mientras conectaba el suero y revisaba su presión, miró de reojo al chico. Haru tenía los ojos clavados en ella, con la mirada rota, vacía de fuerza. Pero también con un rayo de esperanza. Esa mirada le resultaba conocida. Era la de alguien que no había tenido nada durante mucho tiempo… y ahora temía perder lo único que le quedaba.
Ren se acercó a él.
—No te preocupes. —le dijo con voz baja, pero firme—. La ayudaré. Lo prometo.
Y fue entonces que Haru la vio realmente.
No como una adulta más.
Sino como algo distinto. Casi irreal.
Como si se tratara de un ángel emergía entre las grietas podridas de Asakawa.
Haru la observó con admiración; mientras sus manos se movían sobre el cuerpo de su madre con manos firmes y suaves al mismo tiempo.
—No te preocupes, se pondrá bien —dijo Ren con calma mientras ajustaba la bolsa de suero y comprobaba el flujo del líquido—. Guardo medicamentos para casos como este. No son fáciles de conseguir, así que los reservo para verdaderas emergencias… como esta.
En ese instante, Haru —agotado, empapado, con el alma hecha pedazos— tomó una decisión en silencio.
Volvería.
Y encontraría la forma de devolverle a aquella mujer el haber salvado la vida de su madre.
—Muy bien, vamos a revisar esas heridas. —dijo Ren, apareciendo a su lado con una sonrisa tranquila, casi como si no llevara horas sin dormir.
Haru parpadeó, confundido por el cambio de tono, pero la calidez en su voz fue suficiente para aflojar, aunque fuera un poco, la tensión que le oprimía el pecho.
—Tu madre va a estar bien. —añadió mientras revisaba la temperatura—. El suero y el antibiótico harán efecto en unas horas. Pero necesita quedarse aquí esta noche.
Haru asintió débilmente. Tenía el rostro pálido, los ojos hinchados, y los músculos tensos como cuerdas demasiado estiradas. El alivio comenzaba a filtrarse, pero con tanta cautela que apenas podía sentirlo.
Ren le tocó el hombro con suavidad y le hizo una seña con la cabeza para que saliera de la habitación.
—Ven. —le dijo, ya caminando por el pasillo corto—. No te preocupes. Yo la voy a cuidar muy bien. Pero ahora necesito encargarme de ti... esas heridas no se ven para nada bien.
Haru bajó la mirada, avergonzado. No se había dado cuenta de lo mal que estaban sus propias manos. Los nudillos hinchados, la piel rota, una pequeña herida en la ceja. Todo dolía, pero no más que el miedo que acababa de pasar.
—No es nada. —murmuró, aún aferrado a la idea de que lo único que importaba era su madre.
Ren abrió una pequeña sala lateral y le indicó que se sentara en una camilla vieja pero limpia. Sus pasos eran firmes, pero no apresurados. Había algo en su forma de moverse que hablaba de costumbre, de vocación. Como si el dolor ajeno fuera una rutina que aprendió a cargar sin que la rompiera por dentro.
—Tal vez no sea nada grave, pero eso no significa que tengas que cargarlo solo —dijo mientras sacaba el botiquín—. Aquí nadie está solo, Haru.
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Editado: 30.06.2025