Kaze no Yoru

Capitulo 6

Ren caminaba por las calles desiertas de Asakawa, con el murmullo lejano del viento colándose entre los edificios como un susurro inquietante. Sus pasos hacían un leve chapoteo sobre los charcos que aún persistían tras la lluvia de la noche anterior. El cielo clareaba apenas, deshilachando tonos apagados entre las nubes, pero ni siquiera la promesa del amanecer lograba arrancarle el gris constante a la ciudad.

Sostenía con ambas manos una bolsa de papel tibia, que desprendía el aroma reconfortante de café recién hecho y pan dulce. Iba absorta en sus pensamientos, con la conversación de hacía unos minutos revoloteando aún en su mente: la historia rota de la madre de Haru, sus culpas y su amor feroz. El peso de aquella charla la acompañaba como una sombra.

Giró en una esquina, a medio camino de la clínica, cuando lo sintió.

Pasos detrás de ella.

Se detuvo en seco. No era paranoia. En Asakawa, el instinto era una herramienta de supervivencia.

—Bonito uniforme, doctora. —La voz emergió de las sombras con un tono viscoso, burlón, como una cuchilla oxidada deslizándose por el concreto.

Tres figuras salieron de un callejón angosto, moviéndose con la seguridad de quienes han hecho del miedo ajeno su casa. Llevaban chaquetas negras con el símbolo de un dragón enredado en viento bordado en la espalda: Kazen no Yoru. Una pandilla conocida en los barrios bajos. Especialistas en recordarle a la ciudad que no todo lo que respira está a salvo.

Uno de ellos hacía girar un bate con destreza, como si fuera una extensión natural de su brazo. Otro, delgado y con una cicatriz bajo el ojo izquierdo, tenía una sonrisa torcida que no alcanzaba a tocar sus pupilas. El tercero, más robusto, parecía disfrutar del simple acto de intimidar.

—Una mujer tan bonita no debería caminar sola por estas calles —dijo el del bate, arrastrando las palabras como una amenaza envuelta en miel—. Especialmente con tantas bestias sueltas...

Ren retrocedió un paso. El corazón se le aceleró, pero mantuvo la compostura. No dijo nada. Solo aferró la bolsa de papel como si fuera un escudo.

—Tranquila. No estamos aquí para hacer daño —añadió el de la cicatriz, con una risa baja—. Solo queremos... conversar.

Comenzaron a acercarse, rodeándola lentamente, como lobos midiendo la distancia antes de saltar. El sonido del bate arrastrándose contra el suelo era un chirrido que cortaba el aire. Ren miró a su alrededor. Las ventanas estaban cerradas. Las puertas, más. Nadie iba a salir. Nadie iba a intervenir.

Y entonces lo escuchó.

—Déjenla en paz. —La voz atravesó la calle como una ráfaga. Firme. Seria. Implacable.

Haru estaba allí, al final del callejón, con la ropa aún húmeda y los nudillos vendados. La luz débil del amanecer delineaba su silueta con un aura tenue. Tenía los puños cerrados a los costados y la mirada fija en ellos. Era la calma antes de una tormenta.

—Váyanse —repitió—. Antes de que los haga arrepentirse.

Los tres se giraron hacia él. El más alto entrecerró los ojos, reconociéndolo.

—Miren nada más... Si no es el famoso Tormenta Roja. El niño bonito del circuito de peleas. ¿Ahora juegas al héroe?

Haru no respondió. Solo apretó más los puños, con los labios tensos.

—Ella no tiene nada que ver con ustedes. Retrocedan. Ahora.

Los pandilleros se miraron entre sí y se echaron a reír, como si acabaran de escuchar un chiste muy bueno.

—¿Uno contra tres? Qué valiente —dijo el del bate, sonriendo—. O qué idiota.

Pero Haru ya se había lanzado.

Fue como una chispa encendiendo pólvora. Golpeó al primero directo en el abdomen, haciéndolo doblarse con un gruñido. El segundo apenas tuvo tiempo de esquivar cuando Haru giró y le conectó un rodillazo en el pecho. Pero la ventaja numérica era real. Un golpe con el bate le alcanzó el hombro, haciéndolo tambalear. Luego una patada seca a las costillas lo derribó de rodillas.

Ren gritó, quiso correr hacia él, pero uno de los hombres le bloqueó el paso con un brazo.

—Quietita, princesa. Esto es entre hombres.

Haru escupió sangre, pero intentó levantarse.

Y entonces apareció Riku.

Nadie lo vio llegar. Fue un destello, un golpe de viento entre sombras. Se coló entre los pandilleros con una precisión letal.

El primero cayó con un solo puñetazo, la nariz estallando en sangre. El segundo apenas giró cuando Riku le conectó una patada lateral que le partió la pierna en un ángulo antinatural. El del bate retrocedió instintivamente, su seguridad desapareciendo cuando vio los ojos grises de Riku, fríos como acero templado.

—Maldita sea... —murmuró, y por primera vez, el miedo le cruzó el rostro.

—Acérquense a ella una vez más... y saldrán de aquí arrastrándose. —susurró Riku, con una calma que daba más miedo que un grito.

Los dos que aún podían moverse recogieron a su compañero del suelo.

—Esto no ha terminado —le escupió uno a Haru—. Ni para ti, ni para la doctora.

Riku no respondió. Solo los observó marcharse, los ojos aun brillando con rabia.




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