Kaze no Yoru

Capitulo 10

El camino hacia el este de Asakawa no tenía nada de especial, pero algo en el aire comenzaba a cambiar conforme se acercaba a los límites oxidados de la vieja zona industrial. Las fábricas abandonadas, siluetas grises bajo la luz mortecina de los faroles, parecían observar desde lo alto como centinelas rotos. El concreto bajo los pies estaba húmedo, las paredes llenas de grafitis que hablaban de territorios, de nombres que no figuraban en ningún mapa, pero que dominaban barrios enteros.

Riku y Haru avanzaron en silencio, el primero con los sentidos alerta, el segundo con la mirada fija, como quien ya sabía muy bien a dónde se dirigía.

—¿Seguro que es aquí? —preguntó Riku, con la voz baja.

Haru asintió, sin mirar atrás.

—Sí. El Círculo cambia de ubicación cada tanto, pero siempre se mantiene en los márgenes. Este es uno de sus nidos favoritos.

Una puerta oxidada a medio abrir los recibió al final de un pasillo oscuro. Bajaron por una escalera de concreto agrietado que serpenteaba hacia las entrañas de la ciudad. Y entonces lo escucharon: el murmullo grave de una multitud. Un zumbido de apuestas, risas, vasos chocando, nombres gritados y metal golpeando metal.

El sótano era amplio, iluminado por luces industriales colgando como péndulos. El aire olía a sudor, a óxido y a sangre vieja. En el centro, un círculo marcado con cinta negra sobre el piso delimitaba el ring improvisado. Alrededor, decenas de personas —algunas vestidas con ropa cara, otras con chaquetas llenas de parches— se mezclaban con una naturalidad siniestra.

Riku sintió un escalofrío. Aquello no era solo una pelea clandestina. Era una especie de templo para quienes no tenían nada más.

—Bienvenido al Círculo —murmuró Haru, casi con solemnidad.

Caminaron entre la gente. Riku observaba, analizaba: el sistema de apuestas, los tipos con auriculares que coordinaban los combates, los cuerpos marcados de cicatrices, los rostros que no mostraban miedo sino hambre. Todo funcionaba como una maquinaria aceitada con violencia.

—Veo que el cachorro volvió al ruedo —dijo una voz grave detrás de ellos.

Riku se volteó. Akihiro estaba ahí, con su imponente presencia, una chaqueta de cuero negra colgando sobre sus hombros, las manos en los bolsillos, y esa sonrisa que no llegaba nunca a los ojos.

—Riku. —Asintió con la cabeza, con una familiaridad inquietante—. Me alegra verte por aquí. ¿Curiosidad o ya estás buscando sangre?

Riku se limitó a mirarlo sin responder. Akihiro no esperaba una respuesta.

Giró la cabeza hacia Haru, su sonrisa ensanchándose apenas.

—Y tú… Sigues jugando a ser un lobo solitario, ¿eh? Ya deberías saberlo, Haru: en esta ciudad, los que van solos terminan siendo carroña. Los lobos solitarios mueren rápido.

Haru no retrocedió. Al contrario, se irguió con más firmeza. Sus ojos, aunque marcados por el cansancio, brillaban con una claridad feroz.

—Prefiero morir rápido y por mi cuenta que vivir vendiéndole el alma y el cuerpo a una banda.

La sonrisa de Akihiro no desapareció, pero se volvió más fina. Más calculadora.

—La valentía solitaria suena muy noble… hasta que estás tirado en el suelo y ni una sombra se detiene a ayudarte. Te acordarás de mí en ese momento.

Haru miró a Akihiro con calma, luego se encogió de hombros, como si sus palabras fueran solo ruido de fondo.

—He estado en el suelo más veces de las que puedo contar —replicó—. Y mírame… aún sigo en pie.

Sin esperar más, Haru se giró y se alejó hacia la zona de preparación, dejando a Riku y Akihiro frente a frente por un segundo más. El silencio entre ellos era espeso, casi eléctrico.

Riku observaba en silencio, sorprendido por la forma en que Haru se desenvolvía en aquel lugar. No solo se movía con soltura entre sombras y apuestas, sino que se atrevía a plantarle cara a Akihiro sin bajar la mirada. Había algo en su actitud —una mezcla de descaro y firmeza— que no encajaba con su apariencia juvenil. Quizás Haru era joven, sí… pero tenía agallas. De las que no se enseñan, de las que nacen en la calle.

—Tiene agallas ese chico —dijo Akihiro, con cierto respeto teñido de desprecio—. Pero no durará si sigue jugando con fuego. Aquí abajo, todo el mundo se quema tarde o temprano.

—¿Y tú qué eres? —preguntó Riku con frialdad—. ¿El que sostiene la antorcha?

Akihiro rio. No con burla, sino con auténtica diversión.

—Soy el que construyó el fuego —dijo Akihiro con una sonrisa ladeada, chasqueando la lengua como si saboreara su propio poder—. Y tú vienes a calentarte las manos en él.

Se inclinó apenas hacia adelante, con los ojos fijos en Riku.

—Dime… ¿cómo conociste a Haru, la Tormenta Roja?

Riku apartó la mirada, la mandíbula tensa.

—Ese no es asunto tuyo —respondió, con un tono seco, casi un gruñido.

Akihiro rio por lo bajo, el sonido raspando como vidrio molido.

—Tienes ese aire de los que no sueltan nada... hasta que sangran. Me gusta eso —comentó con sorna, dándose la vuelta como si ya no valiera la pena seguir insistiendo—. Pero recuerda, todos los secretos tienen fecha de vencimiento. Incluso los tuyos.




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