Kaze no Yoru

Capitulo 11

La noche avanzaba despacio, como si el tiempo se deslizara arrastrando los pies. En la clínica, Ren estaba concentrada atendiendo una herida mal suturada de un joven que se había metido en problemas por “no ver a quién empujaba”. La rutina se sentía casi reconfortante: alcohol, hilo, presión, aguja. Puntada tras puntada, un ritmo que le permitía silenciar sus propios sentimientos, o al menos, olvidarse por un momento de la preocupación que le causaban Riku y Haru.

El timbre de la puerta sonó. Una vez, clara y seca.

Ren levantó la vista, aún con los guantes puestos, sin apurarse.

—Cierra la puerta detrás de ti —dijo sin volverse—. Estoy ocupada.

—Qué poco ceremoniosa, Ren. Pensé que tu educación en la universidad había dejado más modales —respondió una voz femenina, impecable, como sacada de un piano de cola afinado.

Ren se giró en seco, su cuerpo reaccionando antes que su mente. Su mirada se clavó en la figura que acababa de entrar. Alta, delgada, vestida con un abrigo largo de un gris pálido que parecía repeler hasta el polvo del ambiente. El cabello blanco como la sal, perfectamente alisado y cortado en una melena simétrica. Sus ojos, de un azul violáceo imposible, escaneaban el lugar como si calcularan su valor.

Ren parpadeó. Su pulso se aceleró sin permiso.

—Saeko… Mikami.

La mujer sonrió con una inclinación mínima de cabeza.

—Sabía que me reconocerías, Ren. No olvido a las mentes prometedoras.

Detrás de ella, dos hombres enormes con chaquetas oscuras y tatuajes que trepaban por sus cuellos cruzaron la puerta sin decir palabra. Llevaban el símbolo de Kazen no Yoru grabado en sus nudillos y colgando en medallas discretas al cuello.

Ren retrocedió un paso, el bisturí todavía en su mano enguantada.

—¿Qué haces aquí?

Saeko caminó por la clínica como si fuera suya. Rozó con los dedos uno de los frascos en una repisa, ajustó la posición de una lámpara quirúrgica y luego se volvió con tranquilidad glacial.

—Me llegó información. Dos de mis peones fueron humillados, golpeados… arrastrados, según uno de ellos. Y todos coinciden en algo: vinieron aquí. A ti.

Ren entrecerró los ojos, alerta. Sabía que Saeko estaba husmeando, buscando información sobre Riku y Haru. Pero si esperaba que ella los delatara, estaba perdiendo el tiempo. Ren no pensaba decir una sola palabra. No mientras pudiera evitar que esa mujer los alcanzara.

—Yo no les pregunto a los pacientes a qué banda pertenecen. Solo curo.

—Admirable… pero ingenuo —dijo Saeko, avanzando con calma—. Lo que tú haces aquí es un oasis. Un lugar neutral. ¿Sabes lo que ocurre con los oasis cuando se vuelven incómodos para los poderosos? Se secan.

Por un momento, los ojos de Ren se posaron en los guantes negros de Saeko, tan impecables como siempre. Recordó la primera vez que la vio entrar al aula: segura, elegante, brillante. Ren la había admirado, incluso había pensado en seguir sus pasos. Pero esa admiración se desmoronó la noche en que la descubrió intercambiando cajas marcadas como “donación” por sobres llenos de dinero. Saeko ni siquiera se inmutó al verla; solo sonrió, como si nada en el mundo pudiera tocarla. Desde entonces, Ren supo que detrás de esa perfección había algo podrido.

—¿Qué haces con esta gente? —preguntó Ren, con el ceño fruncido, señalando con la barbilla a los dos matones que flanqueaban a Saeko como sombras inquietantes.

Una sonrisa lenta, casi felina, se deslizó por los labios perfectamente pintados de la mujer. Se quitó uno de los guantes con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—¿Estos? —dijo, con voz suave y venenosa—. No te preocupes por ellos, Ren. Son solo mis perros. —Hizo una leve seña con los dedos, y los dos hombres se mantuvieron inmóviles, como si realmente hubieran sido entrenados para no moverse sin su permiso—. Les enseñé a no morder… a menos que yo lo ordené.

Ren apretó los dientes. Esa manera de hablar, esa seguridad teñida de arrogancia, era la misma que recordaba de los pasillos de la universidad. Saeko seguía siendo igual de brillante… y peligrosa.

—Pensé que eras mejor que esto —dijo Ren, sin disimular el asco.

Saeko rio, un sonido bajo y elegante.

—Pensaste mal, como hacen todos los que creen que el talento viene con moral incluida.

Saeko avanzó un par de pasos, sus tacones resonando con un eco suave pero firme sobre el suelo. No apartó la mirada de Ren ni por un instante, como una cazadora evaluando a su presa.

—Vamos a hacerlo sencillo, Ren —dijo con una voz aterciopelada, cargada de amenaza disfrazada de cortesía—. Únete a mí. Protege tu clínica. Deja que mis hombres entren y salgan sin preguntas, sin miradas… sin ruidos. A cambio, no te tocaré un solo cabello.

Se detuvo frente a ella, alzando una ceja con elegancia.

—Tú sigues curando, yo sigo operando… y todos salimos ganando. Nadie tiene que ensuciarse las manos —sonrió, como si ya supiera la respuesta—. Es un trato justo. Y créeme… hay peores maneras de sobrevivir en esta ciudad.

Ren se cruzó de brazos, el bisturí todavía apretado entre sus dedos.




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