La noche caía densa, pero no helada. Afuera, el viento apenas murmuraba entre los tejados del taller, como si el mundo, por un momento, decidiera callarse para escuchar.
Haru se despidió primero, lanzando una mirada rápida a Riku antes de ajustar la capucha sobre su cabeza.
—No hagas nada estúpido —le dijo, medio en broma, medio en serio.
Riku sonrió apenas.
—Yo debería decirte eso.
Se chocaron los puños con una familiaridad que ya no necesitaba palabras. Luego, Haru desapareció entre sombras, rumbo a su casa. Riku se giró hacia Kaito.
—Me quedo con Ren. Quiero asegurarme de que esté bien.
—Lo imaginaba —asintió Kaito—. Cuídala. Y cuídate tú también, Riku.
Riku se fue sin añadir nada más. Solo dejó atrás el eco de sus pasos sobre el concreto y el leve crujir de la puerta del taller cerrándose.
Tetsuya, aún recostado contra la pared, alzó una ceja al ver a Kaito quedarse en silencio.
—¿Lo notaste, no? —preguntó con una sonrisa ladina—. Entre ellos. Ren y Riku.
Kaito no respondió de inmediato. Caminó hacia el banco de herramientas y se sentó con lentitud. La luz tenue del taller perfilaba su rostro endurecido por los años, por la pérdida.
—Sí —dijo finalmente, con voz baja.
Tetsuya se acercó, se sentó frente a él y lo observó por un momento.
—¿Y te molesta?
Kaito negó con la cabeza.
—No. No como crees.
El silencio volvió a colarse entre ellos, pero era uno que no pesaba. Era un silencio de confianza, de heridas compartidas.
—A veces me pregunto —dijo Tetsuya— si todavía piensas en ella. En Mei.
Kaito soltó una risa apagada, como si el nombre arrastrara con él un peso tan antiguo como inquebrantable.
—Todos los días.
—¿Y Ren?
—Ren… —Kaito dudó un momento—. Ren no es Mei. Y no tiene por qué serlo. Lo que siento por ella es distinto. No… no podría amar a nadie como amé a Mei. Eso murió con ella. Pero Ren… ella me recordó que todavía hay bondad. Que aún hay cosas por las que vale la pena quedarse.
Entonces, Kaito lo recordó:
—Kaito, ¿sabes qué haces cuando ya no queda nada? —preguntó Mei, sentada en el borde del andén con los pies colgando, el cielo encendido de rojo detrás de ella.
Él, más joven, con la piel marcada por peleas recientes, se encogió de hombros.
—¿Qué haces?
Mei se giró hacia él y le tendió algo pequeño. Una cadena de plata, simple, con un pequeño amuleto desgastado colgando del centro.
—Buscas algo que aún te importe. Y te aferras a eso. No importa lo pequeño que sea.
Kaito la observó en silencio, sin atreverse a tocar la cadena.
—¿Y si no queda nada?
Mei sonrió, esa sonrisa suya que parecía más fuerte que el caos del mundo.
—Entonces, creas algo. Lo cuidas hasta que importe.
Él tomó la cadena con manos temblorosas. Fue la primera vez que entendió que la esperanza no era un lujo. Era una decisión.
Mei se apoyó contra su hombro.
—Prométeme que no vas a olvidarlo.
—Lo prometo —susurró Kaito.
Tetsuya bajó la mirada, moviendo un tornillo entre los dedos sin mirar.
—Le diste tu cadena —dijo de pronto, sin mirarlo—. La de plata.
Kaito asintió, tocándose el cuello inconscientemente, donde el vacío ahora se sentía más real que nunca.
—Era de Mei —murmuró—. Me la dio el día en que nos conocimos. Me dijo que cuando no supiera por qué seguir… la mirara, y recordara lo que debía proteger.
Tetsuya levantó la vista.
—¿Y ahora?
—Ahora se la dejé a Ren —respondió Kaito, mirando hacia la puerta por la que Riku se había ido—. Porque me recordó que no todo está perdido. Porque, mientras ella siga luchando… yo también lo haré.
Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. Luego, Tetsuya soltó un suspiro largo, resignado.
—Eres un idiota sentimental, Kaito.
—Y tú eres peor por quedarte a aguantarme —respondió él, con una sonrisa cansada.
Los dos se rieron, brevemente, con esa complicidad que solo puede existir entre hermanos de guerra.
Fuera, la noche seguía su curso. Y dentro del taller, dos hombres que ya habían perdido demasiado, encontraban, poco a poco, algo más por lo cual seguir luchando.
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Editado: 13.05.2025