Kaze no Yoru

Capitulo 18

La clínica estaba envuelta en una calma densa, apenas perturbada por el zumbido persistente del viejo refrigerador y el parpadeo errático de una lámpara que colgaba de uno de los cables del techo. Afuera, la noche ya se había instalado con su manto de sombras y silencio. Riku empujó la puerta con cuidado, procurando no hacer ruido, como si al cruzar el umbral de ese lugar también estuviera entrando en algo más frágil que el sueño: la paz de alguien que había sufrido demasiado.

Llevaba una bolsa en la mano, dentro dos cajas de comida sencilla: arroz, pollo, verduras al vapor. Nada especial, pero caliente. Sus nudillos enrojecidos aún dolían por el entrenamiento. Había pasado un par de horas dándole golpes al saco en el gimnasio abandonado del barrio. Pensaba que, si iba a pelear en el Círculo, tenía que estar listo… más fuerte, más rápido. Ya no peleaba solo por él.

La vio antes de que ella lo notara. Ren estaba dormida sobre su escritorio, el rostro apoyado entre los brazos cruzados, con mechones sueltos cayéndole por la frente. Un par de papeles arrugados descansaban junto a ella, y una pluma seguía abierta, derramando tinta sobre un borde. Su respiración era tranquila, apenas un susurro.

En ese momento, Riku se detuvo. No porque dudara, sino porque algo dentro de él se apretó. La forma en que dormía, como si hubiese luchado hasta el último aliento para mantenerse despierta, le pareció increíblemente valiente. Ren era pequeña, sí, pero en ella ardía algo feroz. A pesar de todo lo que había vivido, seguía ahí, intentando sostener un pedazo de mundo roto con sus propias manos. Era… adorable, sí, pero también admirable.

Se acercó en silencio. Se inclinó levemente y, con dedos suaves, le apartó un mechón de cabello del rostro.

Ren se movió apenas, los párpados agitados antes de abrir los ojos con lentitud.

—¿Ya volviste? —susurró con la voz aún envuelta en sueños.

—Sí —respondió él con una leve sonrisa—. No quise despertarte.

Ella se desperezó, estirando los brazos hacia arriba con un quejido apagado.

—¿Eso es comida?

Riku soltó una risa baja. No era la primera vez que lo sorprendía con el estómago por delante.

—Comestible, al menos —bromeó, dejando la bolsa sobre la mesa—. No tenía energía para cocinar nada decente.

Ren ya estaba hurgando en la bolsa como una niña en navidad. Comieron sentados en el suelo, espalda contra la pared, compartiendo el espacio como si fuera un refugio secreto. Al principio no hablaron, simplemente comieron. El silencio no era incómodo. Era necesario. Como si supieran que todo lo demás podía esperar.

Ren fue la primera en romperlo.

—Gracias por quedarte.

Riku bajó la mirada, removiendo el arroz con los palillos.

—Es raro volver a preocuparme por alguien —admitió con la voz baja, casi avergonzado—. Sentía que no tenía caso. Que eso solo me haría más daño.

Ren no respondió de inmediato. No le hizo preguntas. Solo lo miró, y en sus ojos no había lástima, sino algo mucho más profundo: entendimiento.

Cuando terminaron, Ren se levantó y le tendió la mano.

—Ven. Te quiero mostrar algo.

Lo condujo por una escalera estrecha en la parte trasera de la clínica. Al llegar a la azotea, el aire fresco de la noche los envolvió. La ciudad brillaba a lo lejos, parpadeando como un enjambre de luciérnagas perdidas. Pero arriba, el cielo estaba despejado, limpio, repleto de estrellas que parecían más cercanas de lo habitual.

Ren se sentó sobre el concreto frío, abrazando sus rodillas.

—Me gusta venir aquí cuando todo se vuelve demasiado. Cuando siento que voy a romperme.

Riku se sentó a su lado, en silencio, contemplando el cielo.

—¿Cómo se llamaba tu hermana? —preguntó Ren, con cuidado, como si temiera romper algo con solo nombrarlo.

Él tardó en responder.

—Rio.

Solo pronunciar su nombre le apretó el pecho. Lo arrastró de vuelta.

Rio tenía ocho años cuando Riku le enseñó a usar una linterna como si fuera un sable láser. Jugaban en el pasillo del viejo departamento con las luces apagadas, creando galaxias imaginarias entre las sombras.

—¡Soy un caballero de las estrellas! —gritaba Rio, girando con la linterna en alto, la risa rebotando por las paredes.

Después, se quedaba dormida sobre el regazo de Riku mientras veían películas viejas. Siempre tenía los dedos manchados de crayones. Decía que quería ser astronauta, que quería ir a ver el cielo de verdad, no el de los techos rotos de la ciudad.

Pero Kaze Roja cayó.

Y con ellos, Rio.

—Le prometí que la cuidaría —dijo Riku al presente, con la voz quebrada—. Y fallé.

Ren lo miró de lado. En sus ojos no había juicio. Solo una tristeza compartida. Una conexión que no necesitaba explicaciones.

—Yo también perdí a mi familia —confesó—. Y hubo días… días en los que pensé que mi existencia no tenía sentido sin ellos. Pero luego… aprendí a vivir por ellos, no pese a ellos.




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