La mañana apenas comenzaba a desperezarse cuando Haru dobló la esquina de la calle que llevaba a la clínica. Tenía los audífonos puestos, la capucha subida y las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta gastada. El cielo estaba cubierto por una bruma gris, como una manta sucia colgando sobre la ciudad, y el aire olía a caucho húmedo y a metal oxidado. Iba tarareando una melodía que no existía, perdido en su mundo, hasta que lo sintió.
Esa presencia que cortaba el aire como una hoja afilada.
Se detuvo en seco.
Frente a él, bloqueando el paso, tres siluetas emergían de la niebla urbana. Dos hombres de constitución imponente, con chaquetas abiertas y tatuajes que parecían más advertencias que decoración. Entre ellos, como un lobo al frente de su manada, una mujer.
Saeko Mikame.
Pelo blanco recogido en una coleta alta, rostro sereno como mármol tallado, labios rojos como filo de navaja. Llevaba una chaqueta de cuero negra sin abrochar, y caminaba como si la ciudad entera le perteneciera. Como si no necesitara permiso para destruir lo que se le cruzara.
—Haru, la Tormenta Roja —dijo con una voz suave, untada de veneno—. Al fin nos encontramos.
Haru se quitó los audífonos con gesto lento. Parpadeó una vez. Y luego sonrió con esa media mueca que era más burla que cortesía.
—Vaya —dijo, ladeando la cabeza con fingida sorpresa—. Me siento importante. La gran Saeko Mikame viniendo en persona. Pensé que las leyendas mandaban emisarios, no hacían visitas a pie.
Ella también sonrió. Una curvatura sin rastro de calor.
—He oído hablar de ti. Dicen que eres rápido. Que tienes agallas. Que hablas más de la cuenta. Me gustan los hombres como tú… aunque no suelen durar.
La sonrisa de Haru se torció un poco. Aquella mujer le revolvía el estómago. No era solo lo que le había hecho a Ren. Era lo que llevaba en la mirada: un vacío helado que no sabía de culpa.
—¿Qué pasa? ¿Vienes a invitarme a tomar el té?
Saeko avanzó un paso. Los tacones resonaron contra el concreto mojado.
—Te estoy ofreciendo una salida. Kaze no Yoru necesita gente con tu talento. Podrías tener poder, libertad… seguridad. —Señaló la base de su nuca, donde asomaba un tatuaje oscuro como tinta de luto—. Solo tienes que aceptar la marca.
Haru soltó una carcajada seca.
—Tentador. De verdad. Pero no soy muy de unirme a grupos. Y lo de la marca… —señaló su propia piel con los nudillos lastimados—. Ya tengo bastantes recuerdos imborrables, gracias.
Saeko ladeó el rostro, como si observara un objeto curioso.
—¿Vas a seguir jugando a ser un héroe? ¿A salvar a los caídos cuando tú mismo estás a punto de caer? Los héroes mueren, Haru. Y tú... estás cavando tu tumba con cada paso que das.
Él frunció el ceño. La mandíbula apretada.
—Tal vez. Pero prefiero eso a ser otro monstruo uniformado obedeciendo órdenes de alguien que no sabría lo que es el dolor ni, aunque le arrancaran el alma.
Un silencio denso cayó entre ellos. Entonces, Saeko chasqueó los dedos.
—Una lástima. Yo que creía que tenías visión.
Levantó una mano. Apenas un gesto. Sutil. Como quien echa a andar una máquina de muerte.
Los dos hombres se lanzaron sin aviso.
El primero cargó como un toro. Haru esquivó, bajando el centro de gravedad y girando el cuerpo. Su codo impactó con fuerza contra las costillas del atacante, que gruñó y trastabilló. El segundo vino por la espalda, rápido. Pero Haru ya lo había anticipado: giró sobre sí mismo y lo embistió con una patada baja que le barrió las piernas. Cayó contra un poste de luz, dejándolo aturdido.
Golpes secos. Respiraciones entrecortadas. El sonido de nudillos chocando contra carne y hueso.
Haru era un vendaval controlado. Preciso. No se movía como un matón de callejón, sino como alguien que había aprendido a sobrevivir en medio del fuego. Cada golpe que lanzaba tenía un propósito. En menos de dos minutos, los dos hombres estaban en el suelo, retorciéndose de dolor, derrotados.
Saeko no se inmutó. Ni una arruga se alteró en su expresión.
—Asombroso —murmuró—. No pensé que sobrevivirías… mucho menos que los dejaras fuera de combate.
Haru escupió a un costado, sin apartar los ojos de ella.
—¿Eso significa que paso la audición?
Saeko rio. Fue un sonido liviano… pero helado. Sin alma.
—No, cariño. Significa que la próxima vez no vas a tener tanta suerte.
Giró sobre sus talones, elegante como una sombra. Sus hombres malheridos la siguieron, arrastrándose detrás de su silueta como perros desechados.
Pero entonces, justo antes de doblar la esquina, Saeko se detuvo.
Se giró levemente y lanzó una última mirada por encima del hombro, los ojos brillando como cuchillas bajo la luz pálida.
—Ah, por cierto... Dile a ese amigo tuyo, el de la mirada rota, que muero de ganas por conocerlo.
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Editado: 13.05.2025