Kaze no Yoru

Capitulo 24

La noche abrazaba el puente número ocho en un silencio frío y húmedo. Las luces del puerto, lejanas y mortecinas, parpadeaban entre jirones de niebla, distorsionadas como ecos de una realidad que parecía deshacerse.

Riku estaba allí, sentado en el borde oxidado del puente, con los pies colgando en el vacío. La cabeza gacha, los puños aún cubiertos de sangre seca. Parecía una figura arrancada de otro tiempo, de otro dolor.

El peso de sus propios monstruos lo aplastaba sin tregua: recuerdos punzantes de su hermana riendo bajo el sol, de su voz llamándolo en la oscuridad cuando tenía miedo, de la sangre caliente empapando el asfalto, de la traición oculta tras rostros que alguna vez creyó amigos. Y por encima de todo, su propia impotencia para salvarla. Su fracaso más grande. El único que nunca podría perdonarse.

Cada golpe que había lanzado esa noche en la jaula clandestina no había sido solo contra su oponente. Había sido contra sí mismo, contra la parte podrida de su alma que creía haber enterrado, contra el vacío que amenazaba con devorarlo entero. Cada puñetazo era un grito mudo. Un intento desesperado por no olvidar. Un intento igual de desesperado por dejar de recordar.

Pero peor que sus propios demonios, peor que la culpa que lo estrangulaba, era la imagen que no podía apartar de su mente: la mirada de Ren. No era solo horror lo que había visto en sus ojos. Era algo más profundo, más devastador: decepción. Y eso... eso Riku no podía soportarlo.

No tenía el valor de volver a mirarla. No merecía volver a verla.
Después de todo, ¿qué quedaba de él ahora? Un monstruo cubierto de sangre, incapaz de controlar la rabia, incapaz de no destruir todo lo que amaba.

Una parte de él deseó, por un segundo amargo, que el viento helado lo empujara y lo hiciera caer. Que terminara de una vez.

Pero se quedó allí, respirando a duras penas, perdido entre la niebla y sus heridas invisibles, mientras el peso del pasado amenazaba con partirlo en dos.

No oyó los pasos ligeros hasta que Ren ya estaba allí, a unos metros de distancia, envuelta en su abrigo y con los ojos brillando de preocupación bajo la luz mortecina.

Riku intentó ponerse de pie, pero sus rodillas flaquearon. Bajó la mirada, avergonzado, y levantó las manos manchadas hacia ella, como para mantenerla a raya.

—No quiero que me veas así... —murmuró, su voz rota—. No quiero que me tengas miedo.

Ren dio un paso más, sin titubear, como quien se adentra en un incendio sabiendo que podría quemarse. Su corazón latía con fuerza, apretado por una angustia que parecía envolverla entera.

Cada fibra de su ser sentía el dolor de Riku, lo veía tan claramente como si fuera un espectro que lo devoraba desde dentro. Y ese dolor la hería también a ella, con una ferocidad desconocida.

No era solo preocupación. Era algo más profundo, más visceral: la certeza de que, si no llegaba hasta él, si no lograba alcanzarlo antes de que se perdiera en esa oscuridad, Riku podría no volver jamás.

Así que siguió avanzando, con pasos decididos pero suaves, como si temiera que un movimiento brusco pudiera romperlo más de lo que ya estaba.

—No te temo a ti —dijo suavemente—. Lo que me da miedo... es que te pierdas en todo esto.

Riku apretó los dientes, la rabia y la culpa retorciéndosele en el pecho.

—No soy una buena persona, Ren —escupió, la voz cargada de veneno contra sí mismo—. Debería estar muerto. Habría sido mejor así.

La respuesta de Ren fue fulminante.

Sin darle espacio para retroceder, se lanzó hacia él, sus manos frías tomando su rostro con una determinación feroz. Antes de que Riku pudiera siquiera inhalar, sus labios se encontraron en un choque de emociones desbordadas.

No fue un beso tímido, ni mucho menos inocente. Fue un asalto, urgente y hambriento, como si Ren intentara arrancarlo del abismo al que estaba cayendo.

Riku se quedó rígido, paralizado por la sorpresa, por la intensidad que se le metía bajo la piel como una llamarada. El corazón le golpeaba el pecho con una violencia casi dolorosa.

Pero después... después sus brazos se alzaron, torpes al principio, casi temblorosos, y la rodearon con fuerza, como un náufrago que encuentra tierra firme en medio de la tormenta. La besó de vuelta, con todo el peso de su desesperación, de su miedo, de su necesidad cruda de no estar solo.

El mundo a su alrededor se desdibujó: no había sangre, ni culpa, ni voces del pasado. Solo estaba ella. Solo Ren, sus labios, su cuerpo cálido contra el suyo, su aliento entrecortado mezclándose con el suyo en un intento desesperado de sanar lo que la oscuridad había roto.

Por primera vez en mucho tiempo... Riku no se sintió perdido.

Cuando el beso terminó, Riku apoyó su frente contra la de ella, los ojos cerrados, respirando con dificultad.

—No me dejes caer... —susurró, apenas audible.

—Nunca —respondió Ren, y no era una promesa vacía.

Era una verdad. Una certeza.

El silencio se acomodó entre ellos, pero no era incómodo. Era un silencio cargado de comprensión, de algo nuevo y frágil que había nacido en medio de tanto dolor.
Las luces de la ciudad titilaban a lo lejos, distorsionadas por la bruma. El agua del río golpeaba con lentitud las columnas del puente, como un murmullo constante.




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