Kaze no Yoru

Capitulo 25

El camino de regreso a la clínica fue silencioso, solo roto por el crujir de sus pasos sobre el asfalto húmedo. Riku seguía sosteniendo la mano de Ren, como si todavía necesitara un ancla para no naufragar en sí mismo.

Cuando cruzaron la puerta, no esperaban la escena que los recibió.

Kaito, Tetsuya y Haru estaban forcejeando, no violentamente, pero sí con tensión contenida, intentando detener al luchador misterioso, que tambaleaba visiblemente pero aun así trataba de marcharse. Su ropa estaba manchada de sangre seca, el rostro endurecido por una determinación tosca.

Pero en el instante en que sus ojos se cruzaron con los de Ren, el hombre se detuvo en seco, como si algo invisible lo hubiera sujetado por el pecho.

Ren no vaciló. Avanzó unos pasos, sin levantar la voz, pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas.

—Si te vas ahora —dijo—, tus heridas no te matarán. Su mirada se volvió más afilada, más peligrosa. —Pero la gente de tu banda lo hará.

El hombre apretó los puños, dudando.

Fue entonces cuando Riku dio un paso adelante, la sombra de la furia aún viva en sus ojos, quemando como brasas bajo la piel.

Sus miradas se encontraron, y por un instante, todo el ruido del mundo se desvaneció.

El hombre ya no llevaba la máscara. Su rostro, aunque hinchado, cubierto de hematomas y con heridas abiertas, seguía siendo reconocible para Riku. Y verlo fue como recibir un puñetazo directo al alma.

El recuerdo emergió con brutal claridad: Él, apoyado contra una farola, con esa sonrisa ladeada tan característica. Su hermana, Rio, riendo mientras se escondía tras él para evitar que Riku los molestara. El cabello oscuro del hombre recogido en una coleta baja, el pendiente largo colgando de su oreja izquierda, los tatuajes de dragones trepando por sus brazos descubiertos, y esos malditos ojos verdes que solían mirar a Rio como si fuera todo su mundo.

Él no era un desconocido.

Él era parte de su historia.

Salía con su hermana.

La había amado… o eso había dicho.

Y, sin embargo, cuando Rio murió, ese mismo rostro desapareció como humo entre los escombros de su vida.

La traición no siempre viene de los enemigos. A veces, viene de quienes más cerca estuvieron de tu corazón.

Riku apretó los puños con tal fuerza que sintió las heridas reabrirse. No podía, no quería entenderlo. ¿Cómo había podido estar involucrado? ¿Cómo había podido dejar que ella muriera?

El dolor y la rabia se mezclaban en su garganta, tan brutales que apenas podía respirar.

Shin… —susurró Riku, la voz apenas más que un temblor quebrado en el aire.

El nombre cayó como una piedra en el silencio de la clínica.

Shin sostuvo su mirada, y en sus ojos había una gravedad antigua, como si arrastrara el peso de una deuda demasiado vieja para ser saldada con palabras. No se movió. No intentó negarlo.

Solo lo miró, como quien sabe que tarde o temprano debía enfrentarse a las consecuencias de sus pecados.

Riku dio un paso más, el cuerpo tenso, cada músculo vibrando con una furia contenida a duras penas.

Antes de que pudiera decir o hacer algo, Kaito se interpuso entre ambos, su mano firme en el pecho de Riku para mantenerlo atrás.

—Muy bien —dijo Kaito, con voz seca como el filo de un cuchillo—. Está claro que se conocen.

Se giró hacia Shin, sus ojos endurecidos, su autoridad imposible de ignorar.

—No puedes irte. —La amenaza flotaba apenas velada en su tono—. No antes de que hables con él.

Shin bajó la mirada apenas un segundo, como aceptando el veredicto. Luego, sin resistencia, dejó caer la chaqueta junto a la puerta.

—Está bien —dijo al fin, su voz baja, cansada—. Le debo más de lo que creen.

Ren, al ver cómo la tensión se espesaba en el aire como un gas inflamable, supo que tenía que actuar antes de que todo se saliera de control. Las miradas eran cuchillos y los cuerpos, resortes a punto de saltar. No necesitaba ser adivina para saber que, si no intervenía, su clínica acabaría hecha triza en cuestión de segundos.

—Voy a preparar café —anunció, como si estuviera manejando una noche cualquiera en la clínica—. Pero, Riku...

Él la miró de reojo, anticipando el golpe.

—Ve por panecillos calientes —dijo ella, dándole una sonrisa apenas visible.

Riku rodó los ojos con exageración, soltando un gruñido que provocó una risa breve en Haru.

—¿Siempre tienes que usarme de repartidor?

—Siempre —respondió Ren, como si fuera la verdad más obvia del mundo.

Murmurando maldiciones entre dientes —más por orgullo que por verdadera molestia—, Riku obedeció. Se encasquetó la capucha, metió las manos heridas en los bolsillos y salió al frío de la noche, pateando una piedra en el camino como si pudiera transferirle toda su frustración.
Sabía perfectamente lo que Ren estaba haciendo. No era solo por los panecillos. Lo estaba enviando fuera, dándole espacio para respirar, para enfriar la sangre que todavía hervía en sus venas.
Y aunque parte de él quería resistirse, quedarse a enfrentar el huracán de emociones que lo asfixiaba, otra parte —la más cansada, la más rota— agradecía en silencio que alguien pensara en salvarlo incluso de sí mismo.




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