Kaze no Yoru

Capitulo 26

La clínica estaba sumida en un silencio denso, apenas roto por el tenue zumbido de los fluorescentes del techo. Ren se movía entre estanterías con pasos suaves, arreglando lo que podía para no pensar demasiado.

Haru estaba sentado en el escritorio, inclinado sobre una hoja de papel, girando un lápiz entre los dedos como si no supiera qué hacer con tanta energía contenida.

Shin, aún en la camilla, observaba en silencio, la cabeza ladeada hacia ellos. Sus heridas seguían frescas, pero la orden de Ren había sido clara: reposo absoluto.

—No deberías seguir peleando, Haru —dijo Ren al fin, su voz apenas un susurro, pero cargada de una preocupación feroz—. No perteneces a ese mundo.

Haru soltó un suspiro cansado, como si aquella conversación fuera una que ya había tenido cientos de veces en su mente. Sin dejar de jugar con el lápiz, murmuró: —No tengo elección, Ren. Este... —alzando la vista para mirarla, con una chispa resignada en sus ojos— es el destino que se me impuso desde que nací. Peleo. Eso es lo que hago. Es lo único que sé hacer.

Ren apretó los labios, negando con la cabeza.

—Eso no es verdad —replicó, acercándose unos pasos—. Tú puedes ser más que eso, Haru. No estás atrapado.

Shin, desde la camilla, giró ligeramente para incorporarse un poco, su voz rasposa pero firme: —Ella tiene razón, chico. He visto muchos terminar mal... creyendo que no había otra salida.

Pero Haru solo sonrió, esa sonrisa triste y vieja que no debía pertenecerle a alguien tan joven.

—Tal vez no quiero otra salida —dijo, encogiéndose de hombros.

Ren sintió que algo se quebraba dentro de ella. Sin pensar, cruzó el espacio que los separaba y se detuvo frente a él. Su mirada, cargada de algo más profundo que simple preocupación, bajó a la hoja de papel que Haru había estado manipulando.

Ahí, trazado con líneas suaves y seguras, estaba un retrato de ella. Era una Ren serena, con una leve sonrisa, como si fuera capaz de cargar el peso del mundo sin quebrarse.

Ren parpadeó, sorprendida.

—¿Esto... lo hiciste tú? —preguntó, la voz temblándole apenas.

Haru apartó la vista, como avergonzado, como si dibujar fuera algo que debía ocultar.

—No es nada —murmuró.

Ren, en cambio, lo sostuvo con más fuerza. —Haru, esto... —susurró— esto es increíble. Esto es arte.

Por un instante, en los ojos de Haru pasó algo: una duda fugaz, una chispa de algo que podría haber sido esperanza si se hubiera atrevido a agarrarla. Pero fue rápido, como un latido, y enseguida volvió a endurecerse.

Mientras Haru giraba el lápiz entre los dedos, como un reflejo inconsciente, su mente, traicionera, lo arrastró a un recuerdo enterrado en su pecho como una astilla vieja.

Era apenas un niño entonces. Las paredes del pequeño departamento donde vivían estaban gastadas y frías. El olor a tabaco viejo y a sudor impregnaba el aire. Haru recordaba estar sentado en el suelo, con un cuaderno gastado sobre las rodillas, dibujando. Líneas torpes pero llenas de vida se deslizaban bajo su lápiz: un perro, una mujer sonriente, un cielo lleno de estrellas.

Su padre, un hombre de voz ronca y puños grandes como ladrillos, llegó en ese momento. Se quedó en el umbral, mirándolo. Sus botas hicieron un sonido seco al acercarse.

—¿Qué es esa mierda? —gruñó, arrebatándole el cuaderno de un tirón brusco.

Haru sintió su corazón encogerse. Miró el suelo, sin atreverse a responder.

Su padre hojeó las páginas con desdén, luego arrojó el cuaderno a un rincón como si fuera basura.

—Los hombres de verdad no pierden el tiempo dibujando estupideces —espetó, su voz cargada de una violencia fría—. Un mundo como este solo respeta a los fuertes, Haru. A los que saben usar sus puños, no un maldito lápiz.

Ese mismo día, lo llevó por la fuerza a un gimnasio de mala muerte. El olor a sudor rancio, a sangre vieja en los guantes, lo asaltó apenas cruzaron la puerta.

—Vas a aprender a pelear —dijo su padre, apretándole el hombro con una mano pesada como una condena—. Vas a aprender a sobrevivir.

Y así, el arte quedó enterrado. Cada línea, cada boceto, cada color que Haru había querido llenar en su mundo… fue reemplazado por puñetazos, caídas, moretones y órdenes secas de no llorar nunca.

Porque llorar era perder.

Dibujar era perder.

Ser débil era morir.

En la clínica, de vuelta al presente, Haru soltó el lápiz y cerró los puños, como si pudiera borrar el pasado apretando fuerte suficiente. Pero Ren seguía sosteniendo su dibujo, mirándolo como si realmente valiera algo.

Y por primera vez en años, Haru sintió un pequeño temblor en su pecho. Una diminuta grieta en la coraza que su padre le había obligado a construir.

—Eso no cambia lo que soy —dijo, bajo, volviendo a tomar el lápiz y juguetear con él entre los dedos ásperos de tanto pelear.

Ren apretó el retrato contra su pecho, incapaz de decirle que sí, que sí cambiaba todo...
sí tan solo él pudiera verlo.




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