El taller estaba envuelto en un silencio denso, roto solo por el zumbido suave de las herramientas eléctricas y el ocasional chisporroteo de metal caliente. Kaito ajustaba una pieza sobre el banco de trabajo mientras Riku, sentado en un rincón, afilaba en silencio una hoja que ni siquiera pensaba usar.
La calma duró poco.
La puerta del taller se abrió con un golpe seco. El aire pareció enfriarse de inmediato. Riku levantó la vista, y su cuerpo se tensó al instante.
Akihiro.
Con él, media docena de hombres, rostros duros, armados con sonrisas crueles y miradas vacías. La tensión llenó la habitación como humo denso.
Riku se puso de pie tan rápido que su silla cayó hacia atrás. Sus puños ya estaban cerrados, el cuerpo inclinado hacia adelante como un lobo a punto de lanzarse.
—¡No! —dijo Kaito, firme, poniéndose entre Riku y Akihiro—. No ahora.
Akihiro observó la escena con una sonrisa de puro veneno. Se paseó por el taller como si fuera suyo, los pasos lentos y seguros, disfrutando del espectáculo.
—Siempre supe que eras una molestia, Riku —dijo, la voz cargada de burla—. Pero jamás imaginé que también fueras tan estúpidamente predecible. Unirte a Guren... ¿De verdad?
—Yo no me he unido a nada —espetó Riku, los dientes apretados.
Kaito no se movió de su lugar. Dio un paso más al frente, como un muro.
—No importa si es de Guren o no —dijo con voz baja pero firme—. Si te metes con él, te metes con todos nosotros.
Akihiro lo miró... y sonrió.
Fue una sonrisa diferente. Más afilada. Más cruel.
—¿Sabes quién mató a tu novia, Kaito? —preguntó, y el silencio que siguió fue brutal.
Riku se giró hacia su amigo, cuya expresión se congeló. Los ojos de Kaito, siempre tranquilos, se endurecieron como cristal al borde de romperse.
Akihiro dio un paso atrás, satisfecho por el impacto.
—Pensé que te gustaría saberlo —añadió con indiferencia—. Después de todo, los fantasmas siempre regresan.
Riku no necesitó palabras para darse cuenta. Lo vio en el cambio sutil de postura, en cómo los hombros de Kaito se tensaron como cuerdas a punto de romperse, en cómo sus manos se cerraban en puños sin que él lo notara. El impacto había sido directo. Personal.
Sin decir nada, Riku dio un paso hacia él y le puso una mano firme en el hombro. No era una orden, ni siquiera una súplica. Solo un ancla. Un recordatorio silencioso: Aquí estás. Aquí y ahora. No le des lo que quiere.
Kaito parpadeó como si volviera en sí. Luego se irguió, con los ojos clavados en Akihiro, su voz controlada, pero peligrosamente baja.
—¿Y tú qué sabes? —preguntó. Ya no era el mecánico tranquilo de siempre, era otra cosa. Más fría. Más contenida. Más letal.
Akihiro soltó una carcajada seca, teatral.
—¿Qué sé? —repitió, paseándose con lentitud como un actor que disfruta de su monólogo—. Sé todo lo que pasa en esta ciudad, Kaito. Cada movimiento, cada susurro. Nada ocurre sin que yo lo sepa.
Se detuvo frente a él, ladeando la cabeza.
—Fuiste tú quien la llevó a la muerte. No con tus manos, claro... pero con tus decisiones —dijo con una crueldad serena—. Si no hubieses formado ese grupito de inadaptados llamado Guren... si hubieras sabido mantenerte al margen, quizás ella todavía estaría viva. Pero no. Tu ego fue más grande. Querías cambiar el mundo, ¿no? Pues bien, ella pagó el precio de tu ilusión.
El silencio fue como un disparo sordo. Riku sintió cómo la tensión en el cuerpo de Kaito regresaba, más fuerte ahora. Como un volcán a punto de estallar.
Pero Kaito no se movió.
Solo lo miró con un odio frío, devastador. Una emoción que no necesitaba gritarse.
—Te estás equivocando de persona si crees que eso me va a romper —murmuró.
Akihiro sonrió otra vez, satisfecho con haber sembrado la semilla.
—No quiero romperte, Kaito. Quiero que sigas en pie... para que lo pierdas todo poco a poco.
Y con eso, giró sobre sus talones y se marchó del taller, sus hombres siguiéndolo sin mirar atrás, como si supieran que ya habían hecho suficiente daño por hoy.
Cuando el silencio regresó, Riku apartó la mano del hombro de Kaito.
—¿Estás bien? —preguntó, sabiendo que era una pregunta estúpida, pero necesaria.
Kaito no respondió al principio. Solo respiró hondo, como si necesitara tragar fuego y convertirlo en acero.
—Estoy bien —dijo finalmente, aunque su voz sonaba hueca.
Pero Riku sabía que no lo estaba.
Y que esto... apenas comenzaba.
Kaito se dejó caer en el viejo sillón del taller como si todo su cuerpo se hubiese rendido al peso invisible de lo que Akihiro acababa de desenterrar. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas, y se sostuvo la cabeza con ambas manos, como si necesitara impedir que los recuerdos se desbordaran.
#1172 en Novela contemporánea
#495 en Joven Adulto
drama amor juvenil, ficcion urbana, novela urbana contemporanea
Editado: 13.05.2025