El amanecer apenas comenzaba a colorear los bordes de los edificios con un brillo pálido. Kaito se frotó la cara con ambas manos, sintiendo el peso de la noche anterior todavía adherido a la piel como sudor seco. Se levantó sin hacer ruido, se puso la chaqueta con el símbolo de Guren en la espalda y salió al exterior, dejando atrás el calor rancio del taller.
No tenía un rumbo fijo, solo caminaba. Sus pies, como arrastrados por algo más fuerte que su voluntad, lo llevaron a la esquina de Ichiban Street.
Allí, el aire parecía más frío.
Fue como si algo en su interior se congelara de golpe.
En la acera opuesta, una figura solitaria. Una mujer. Su cabello largo y oscuro se agitaba suavemente con la brisa matutina. Estaba de espaldas, inmóvil, como si lo hubiera estado esperando desde siempre.
—...Mei —murmuró, sin aire.
Se frotó el rostro otra vez, con fuerza, tratando de borrar lo que veía. Sabía que no podía ser ella. Sabía que Mei estaba muerta. Pero su corazón, terco y traicionero, se negaba a aceptarlo.
La mujer se giró.
No era Mei. No del todo. Su rostro era más anguloso, más frío. Pero sus ojos... esos ojos azul verdoso, brillantes y tristes, le provocaron un vuelco en el estómago.
Antes de poder hacer o decir nada, una voz resonó detrás de él.
—Te estábamos esperando, León de Asakawa.
El apodo cayó como un trueno en sus oídos. Kaito apenas tuvo tiempo de girar la cabeza cuando el primer golpe le alcanzó de lleno en la mandíbula, haciéndolo tambalear hacia un costado.
Tres, cuatro tipos se abalanzaron sobre él como lobos hambrientos, lo golpeaban con saña, con precisión. Puños en el costado, rodillas a las costillas, uno le sujetó del cuello de la chaqueta mientras otro le propinaba un gancho al estómago.
Entre los golpes, en medio del caos, la vio.
La mujer de antes.
Seguía allí, de pie en la esquina. Su expresión había cambiado. Ya no era una figura fría ni distante. Su rostro, aunque no decía una palabra, mostraba una preocupación real. Sus labios entreabiertos, su ceño fruncido, sus manos tensas a los costados.
Kaito gruñó, apretando los dientes. Ese rostro —ese recuerdo, ese instante de humanidad— lo encendió por dentro.
Con un grito ahogado, se impulsó con todo el peso de su cuerpo, haciendo perder el equilibrio al que lo tenía sujetado. Una patada giratoria derribó a otro. Giró sobre sí mismo, bloqueando un golpe y respondiendo con un codazo brutal que dejó a uno de los atacantes retorciéndose en el suelo.
—¡¿Eso es todo lo que tienen?! —espetó con furia, la respiración agitada, la sangre ya marcándole la comisura del labio.
Los dos que quedaban dudaron. Kaito dio un paso al frente, los ojos inyectados de rabia. Sabían quién era. Sabían lo que podía hacer.
Y por un segundo, él también lo recordó.
Uno retrocedió. Otro lo miró de reojo y luego echó a correr.
El eco de los pasos se desvanecía mientras los últimos atacantes huían. Kaito se mantuvo de pie como pudo, jadeando, con los nudillos enrojecidos y el estómago ardiendo por los golpes. Apenas lograba mantenerse erguido cuando la vio de nuevo.
Ella seguía allí.
No se había ido.
La mujer de cabello oscuro y ojos azul verdoso seguía parada en la esquina, observándolo. Pero entonces, se movió.
Corrió hacia él con una rapidez inesperada, el abrigo ondeando tras ella. Kaito intentó incorporarse del todo, pero un espasmo de dolor en el abdomen lo hizo doblarse sobre sí mismo. Soltó un gruñido ahogado, llevándose una mano al costado.
Y entonces la sintió.
Manos cálidas, suaves, apoyándose con firmeza en su espalda. No lo sujetaban como quien ayuda a un herido cualquiera. Era un contacto cuidadoso. Humano.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer, agachándose junto a él.
Kaito alzó el rostro apenas, entrecerrando los ojos, y se encontró con los suyos. Esos ojos. Azul verdoso, brillantes, cargados de una preocupación tan honesta que le dolió más que los puños de sus atacantes.
Su respiración se volvió pesada. No supo qué decir. No supo si debía hablar.
Ella no esperó respuesta.
Con una expresión decidida, extendió la mano y le tocó el rostro con delicadeza. Kaito se tensó, por reflejo. Pero no se apartó.
—Tienes una cortadura... aquí —murmuró.
Su dedo pasó con cuidado por su labio inferior, limpiando con la yema la sangre que empezaba a secarse. Kaito no pudo evitar fijarse en la suavidad de su piel, en la precisión con la que se movía, como si tuviera experiencia cuidando a los demás.
La mujer chasqueó la lengua, molesta, y desvió la vista hacia la calle vacía por donde habían huido los atacantes.
—Esos malditos... —dijo con rabia contenida—. Siempre dando problemas, como plagas. La ciudad está podrida de tipos así.
Volvió a mirarlo, pero esta vez con una mezcla de ternura y dureza en la mirada.
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Editado: 13.05.2025