Kaze no Yoru

Capitulo 32

La noche caía sobre Asakawa con una pesadez inusual. Las luces de la ciudad parpadeaban como si también sintieran el pulso acelerado de los que la recorrían desesperados. Kaito caminaba rápido, con los puños apretados y la mandíbula tensa. A su lado, Tetsuya no decía nada. Detrás de ellos, un grupo de miembros de Guren patrullaba en silencio, atentos, decididos.

—Nada por este lado —informó uno desde el teléfono—. Revisamos las estaciones y las calles cercanas al río. Ni rastro.

Kaito maldijo en voz baja. Su pecho ardía con una mezcla de rabia e impotencia. Haru no respondía los mensajes. Nadie lo había visto desde la mañana.

Entonces, el teléfono de Tetsuya vibró. Una alerta.

—Es uno de mis informantes —dijo, leyendo rápido—. Dicen que hubo una pelea hace un par de horas cerca del viejo mercado de la línea 6. Uno de los tipos juró haber visto a alguien parecido a Haru caminando por allí.

Kaito no necesitó escuchar más. Ya estaba corriendo.

El aire en esa parte de la ciudad olía a metal oxidado y desesperanza. Cuando llegaron, todo estaba en silencio. Demasiado silencio.

Y entonces lo vieron.

—No... —susurró Kaito, deteniéndose en seco.

Allí, en el suelo agrietado y sucio del callejón, yacía Haru. Su cuerpo estaba cubierto de sangre seca y barro. Respiraba con dificultad, apenas consciente. Su rostro hinchado y amoratado, su ropa hecha jirones. La escena parecía sacada de una pesadilla.

El olor del hierro en el aire era el mismo. Espeso. Denso. Inconfundible.

Kaito se quedó quieto, mientras el sonido de sus propias respiraciones se volvía irregular. Frente a él, Haru, su cuerpo inerte sobre el asfalto frío, envuelto en sangre. Pero no era solo Haru lo que estaba viendo.

No, en realidad estaba viendo otra escena. Una que su memoria nunca le había permitido enterrar del todo.

Mei.

Su cuerpo también estaba allí, en otra calle, en otra noche. Kaito recordaba el peso exacto de ella en sus brazos, como si se lo hubieran tatuado en la piel. Su cabello oscuro empapado de sangre, la tela blanca de su blusa rasgada, manchada, inútil. Sus ojos entreabiertos, parpadeando como si lucharan por quedarse en este mundo solo por él.

—Kaito... —había dicho con voz quebrada, débil—. Lo siento...

No pudo salvarla. No a tiempo.

Gritó. Maldijo. Suplicó.

Pero la vida se le escapó igual entre los dedos.

Ahora, la imagen de Haru tirado entre charcos carmesís, con el rostro herido, en el mismo tipo de escenario, golpeó a Kaito como una patada directa al pecho. No pudo moverse. No al principio.

Su corazón retumbaba como un tambor de guerra, pero por dentro sentía una grieta. Una fractura abierta por donde se colaban los recuerdos, el miedo, la culpa. Todo volvía a sangrar.

"Otra vez no. No voy a perder a otro. No así."

Tetsuya fue el primero en reaccionar. Corrió hacia Haru, se arrodilló junto a él, palpó su cuello buscando un pulso.

—¡Está vivo! —gritó, girándose hacia Kaito—. Débil, pero sigue aquí. Si no lo llevamos ya, lo perdemos.

Kaito no respondió. Sus ojos estaban clavados en Haru. Algo en su interior se rompía.

Entonces, se oyó un ruido. Zapatos contra el pavimento.

Diez hombres emergieron de la oscuridad. Algunos armados con tubos y cuchillas, otros con rostros cubiertos. Uno de ellos, el más alto, habló con una voz gélida.

—El chico se queda. Es un mensaje. Nadie lo toca. Nadie lo salva. Muere aquí.

Tetsuya se puso de pie lentamente, pero Kaito alzó una mano, deteniéndolo.

—Llévatelo —dijo con calma letal—. Avísale a Riku. Yo me encargo.

—Kaito…

—No hay tiempo.

Tetsuya asintió con los labios apretados. Se agachó, tomó a Haru como pudo y comenzó a alejarse con ayuda de otros dos miembros de Guren. Kaito se quedó solo.

El grupo de atacantes avanzó.

Kaito se quitó la chaqueta, dejando al descubierto la camiseta blanca manchada de polvo y sudor. Sus ojos ardían.

—Saben lo que hicieron, ¿verdad? —dijo en voz baja—. Tocaron a uno de los nuestros.

Y entonces se lanzó.

Fue brutal.

Furioso.

Implacable.

Kaito se movía como una tormenta, cada golpe cargado con la rabia de ver a su amigo al borde de la muerte. Rompía huesos, dejaba cuerpos tirados como muñecos rotos. Gritos, crujidos, sangre en el aire.

Uno intentó atacarlo por la espalda. Otro desde un lateral. Ninguno salió caminando.

Cuando el último se desplomó contra una pared, jadeando y gimiendo, Kaito se acercó, lo alzó por el cuello de la camisa y lo estampó contra el concreto.

—Dile a Saeko… —le escupió con rabia contenida—. Y a Akihiro también. Diles que voy a buscarlos. Diles que voy a quemarles el mundo.




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